Comunicación superflua


Comunicación superflua
Enrique Serna

La mayoría de la gente odia estar a solas con sus pensamientos, quizá porque muy pocos salen bien parados de esas confrontaciones. Para evitarlas necesitan estar acompañados a todas horas y emplear el lenguaje como un antidepresivo que solo tiene eficacia cuando la vaguedad prevalece sobre la comunicación. Las charlas de familia, en las que nadie escucha a los demás, son la expresión más depurada de este falso contacto que mitiga la sensación de aislamiento, sin permitir el trato de persona a persona. Solo entre individuos que se han perdido completamente el respeto la palabra puede ser un ruido inocuo o un zumbido apaciguador. Quien escuche con atención las charlas telefónicas de los extraños en la calle, en el autobús o en el restaurante (nadie está a salvo del espionaje involuntario, pues la mayoría de la gente grita en el celular) podrá evaluar los daños psicológicos y sociales causados por el síndrome de la comunicación superflua. Como si compartir el hastío fuera una gentileza, millones de seres utilizan el internet y el celular para no decirse nada varias veces al día: “Qué onda, güey? Pos acá nomás, güey ¿y tú qué haces? Pus nada, güey.” Gran parte de las llamadas o mensajes de texto que la gente aburrida intercambia a diario solo sirven para ahuyentar al fantasma de la soledad y la introspección. Si fueran sinceros le dirían a su interlocutor: “No quiero hablar contigo, solo vegetar en voz alta.”
El espíritu gregario se robustece con cada nuevo avance tecnológico, pues ahora los individuos descontentos de serlo pueden integrarse al verdadero núcleo de su existencia, el corrillo de ociosos, en cualquier momento y lugar. Quien no disponga de cinco o seis amigos dispuestos a parlotear en un chat es un pobre diablo arrinconado en el limbo. ¡Guau, no tienes ningún mensaje en tu bandeja de entrada!, me compadece el Hotmail cuando acabo de vaciar mi correo. Si no corriges pronto esa anomalía te volverás un ermitaño apestado, insinúa entre líneas.
Hasta hace poco, la avidez por pertenecer a un grupo era un rasgo típico de la adolescencia. La novedad es que ahora también los adultos la hemos contraído. Se empieza revisando el correo electrónico dos veces a la semana, luego a diario, después cada tres o cuatro horas y acabamos convirtiendo la pantalla de la computadora en una prótesis del alma. Llegado a ese punto, el cibernauta crónico se engancha con facilidad al Facebook o al Twitter, como un macizo que salta de la mariguana a las drogas duras, sin advertir que está cayendo en una segunda adolescencia, más dependiente y bochornosa que la primera. Por lo menos la palomilla del barrio tenía una existencia concreta: ahora rige nuestras vidas una voluble asamblea de espectros.
El ideal de vida del hombre contemporáneo consiste en aprovechar todas las posibilidades comunicativas a su alcance para escapar de sí mismo. Lo de menos es el contenido de los mensajes: la futilidad mejora su efecto narcótico. La gente que no suelta el celular un segundo, ni siquiera en mitad de una fiesta, comete una grave descortesía, pues los interlocutores lejanos le interesan mucho más que los próximos (su cercanía los devalúa automáticamente). Pero en vez de repudiar a esos triunfadores, la sociedad los admira. El ausentismo espiritual goza de enorme prestigio entre los jóvenes porque les sirve para darse importancia frente a la vieja guardia de la comunicación directa. El Facebook ya sustituyó a los bares de ligue, la mayor urgencia de un viajero que apenas está descubriendo una ciudad es buscar un café con wifi para revisar su correo, y los chavos recurren a complejos malabarismos para abrazar a la novia sin soltar el Blackberry.
Pocos hombres pueden llegar a un grado de autosuficiencia que les permita prescindir del reconocimiento ajeno, y cuando lo alcanzan se van al cielo o al manicomio. Salvo los santos y los monstruos de soberbia, el resto de los mortales queremos agradar, tener éxito, recibir elogios o aplausos. El hambre de gloria y el afán de agrandar un círculo social son flaquezas gemelas. No hay mucha diferencia entre la quinceañera que se distrae leyendo en clase los recaditos de su celular y el escritor ávido de incienso que revisa a diario las solicitudes de amistad del Facebook. Pero me temo que las redes sociales han convertido la necesidad de aprobación en gula. Ya no nos bastan las caricias esporádicas del ego, las queremos tener a diario en grandes cantidades. Y por eso, cuando nos faltan, contemplamos la bandeja de entrada vacía con una mezcla de incredulidad y despecho: “¡Cómo se atreven a ignorarme!” El hombre moderno lucha con denuedo por expandir su círculo de amigos virtuales, ocupa su tiempo libre en averiguar si algún desconocido está pensando en él, cree que sus bonos bajan cuando nadie lo invoca y solo en las noches de insomnio se asoma con miedo al terreno baldío de su vida interior.

“Comunicación superflua” en Letras Libres, México, 150, mayo de 2011.

El progreso como estorbo


El progreso como estorbo
Guillermo Sheridan

Hace 30 años un teléfono era una especie de catafalco de baquelita con un gorro de torero por uno de cuyos extremos se hablaba y por el otro se escuchaba. Tenía también un disco con diez agujeros numerados del cero al nueve que se hacía girar con el dedo índice hasta completar el número deseado. Si alguien respondía, se hablaba; si no, se colgaba. Fin del asunto.
Un teléfono de entonces contaba con exactamente tres partes, ninguna de las cuales se prestaba a confusión ni ameritaba instrucciones. Servía sólo para dos cosas: hablar y escuchar, y, desde luego, para asesinar gente por causa justificada (pero ese es un atributo del que goza cualquier objeto pesado, y esos teléfonos pesaban como dos kilos). En suma, un pisapapeles con una función aledaña.
Otra característica de los teléfonos de esos años era que no había teléfonos. Es decir, sí había pero, como eran del gobierno, no había. Sólo había teléfono si se contaba con un cuñado influyente, y si se pasaba una prueba iniciática que, en un momento dado, suponía el misterioso trámite de “adquirir acciones”. Este trámite, además de misterioso, era imposible, pues como eran del gobierno, no había acciones, o más bien sí había, pero el gobierno de pura casualidad se las había dado todas a los cuñados influyentes que las revendían, previo estímulo en efectivo. Sabor a PRI.
Ahora los teléfonos se venden en el supermercado y ya vienen conectados. Lo malo es que ahora ya no son esos objetos lúgubres, simples e inertes.
El que recién compré (el más barato) ostenta 22 botones que incluyen funciones como “menu” y “transfer”, una pantalla en la que aparecen palabras y signos, así como la opción de elegir que cuando el aparato suene lo haga con una “agradable variedad de tonadas” debidamente “sintetizadas” por un chino oligofrénico. Estas tonadas van de “Caminos de Guanajuato” hasta lo más bajo, que es la “Marcha turca” de Mozart. El teléfono pesa 200 gramos, deberá tener 500 micropartes y además de para hablar servirá para una veintena de cosas (sin contar el asesinato): para decir quién llama antes de contestar, llevar una agenda, guardar datos en la memoria, escuchar cancioncitas, molcajetear salsas, tomar fotografías, jugar dominó y hacer una lista de las personas con las que no se quiere hablar, a las que el aparato mandará al carajo de manera totalmente automatizada. Un montón de satisfactores inducidos, es decir, de cosas que no se necesitan hasta que el aparato ordena necesitarlas.
¿Habrá quien considere anticuado aquel teléfono y moderno éste? No lo sé, aunque uno supondría que progresar es abreviar. El actual teléfono es tan imbécil que requiere un manual de instrucciones que, una vez desdoblado, mide aproximadamente un metro cuadrado y cuya cabal lectura toma 85 minutos cerrados. La posibilidad de que el imbécil sea yo, y no el teléfono, queda descartada por la última, contundente frase del manual. Dice así:
advertencia: en caso de ser tragado, este aparato puede producir sofocamiento, e incluso la muerte.
Lo bueno es que si tal cosa sucede se busca en el manual cómo marcar el número de la Cruz Roja y se pide auxilio.

Viaje al centro de mi tierra, Oaxaca, Almadía, 2011, pp. 193-195.

Por mayo era, por mayo


“Por mayo era, por mayo…”
Alfonso Reyes

I
¿Y tú la edad no miras de las rosas?
Rioja

Ya sabe la flor lo que la espera. Los poetas se lo han revelado mil veces. Pero hay una flor perdurable, y es la de las artes o las letras, la que se nombra o la que se figura, la ausente de todo ramillete, que decía el maestro Mallarmé. Cuando todas estas maravillas naturales se hayan marchitado, todavía seguirán luciendo, con intacta virtud, esos cuadros y aquellos poemas en que el hombre se ha apoderado de las primaveras del mundo. Sólo así cobran, como en los ensueños de Díaz Mirón,

inmarcesible juventud los campos
y embriagadora eternidad las flores.

Conforme la flor se traslada de la tierra al espíritu, gradualmente se va trocando menos mortal. Pero también el cultivo de lo efímero, si ello es hermoso, posee sus encantos irónicos. La mente se venga de la muerte adorando lo que vive un día. No sólo entre los indígenas de Bali, sino dondequiera que hay hombres, se alza un altar a la belleza instantánea. Los antiguos cultivaban, con supersticioso arrobamiento, aquellos diminutos Jardines de Adonis, que nacían por la mañana y estaban mustios a la noche. La huella de lo perecedero se inmortaliza sólo en el alma, y Fausto es capaz de comprar un beso a cambio de la eternidad. Como el instante de dicha se apaga casi al encenderse, podemos gritar en su seguimiento, tocando levemente la palabra de Goethe: «¡Detente!... ¡Eras tan bello!» Pero si es bello «es» para siempre: «Es un goce eterno», ha dicho otro poeta. Imagen de amor y de poesía, la flor, como la sensitiva, se cierra apenas se la toca, apenas se la disfruta. Gran privilegio humano, magia concedida al hijo de Adán, es perpetuarla en su adoración. Y tal es la historia, la fantasía árabe, de la flor que no ha muerto nunca.
Grande es, hasta donde alcanzan los documentos, la tradición del culto a la flor en la poesía mexicana; es decir, en la sensibilidad mexicana. Desde los poemas prehispánicos, el cantor indígena nos dice que «se reconcentra a pensar en las vistosas flores». Sor Juana lloró sobre la «rosa divina» Un indio moderno, El Nigromante, férreo caudillo liberal y poeta de corte clásico, llamó a la flor «madre de la sonrisa». Nuestro pueblo, en sus cantares, sigue pidiendo amores a la amapolita morada. La flor nos acompaña en vida y en muerte, con aquella fidelidad renaciente del ciclo de las estaciones. Somos una raza prendada de la flor; y acaso la mejor enseñanza y la más pura experiencia contra los ímpetus de la baja sensualidad está en que la flor se disfruta con los ojos y con la mente, o por su aroma a lo sumo, sin que nos sea dable acariciarla, a riesgo de deshacerla entre las manos. Hay que amarla con desinterés: casi, casi, como a una idea. Porque ¿quién ha poseído nunca una flor? Y, sin embargo, «la inconsciente coquetería de la flor prueba que la naturaleza se atavía a la espera del esposo».
Las flores del jardín mexicano han salvado nuestras fronteras. Entre nuestros más vivos recuerdos del Servicio Exterior, nos acude la evocación de cierto día en que ofrecimos al Jardín Botánico de Río de Janeiro una reproducción del dios primaveral, Xochipilli, para que presidiera el rincón mexicano que, en aquel lugar paradisiaco, quiso y supo arreglar un enamorado de nuestra flor, Campos Porto. Desde entonces, en el cielo de la ciudad maravillosa se establece un diálogo etéreo entre dos númenes mexicanos: el Xochipilli, que nos tocó consagrar, y aquel Cuauhtémoc que llevó a las playas cariocas, años antes, nuestra Embajada al Centenario de la Independencia Brasileña.

II
Por mi mano plantado tengo un huerto.
Fray Luis de León

Pero ¿por qué hablar de la flor y no de la planta? ¿De una cabeza degollada, y no del cuerpo cabal que la sustenta? Y hablar de la planta ¿no es ya, en cierto modo, comenzar a hablar de la agricultura? Procedamos del ramillete al jardín, y del jardín al campo.
La agricultura es la base física de la civilización. No sólo base de origen, sino base permanente: con ella comienza la ciudad. Pues, como decía Aristóteles, la ganadería es una manera de cultivo para cosechas en movimiento. Y la «metalería», podemos añadir, es una manera de cosecha para un género de plantas rígidas que, dichosa o desgraciadamente, no nos es dable sembrar ni fomentar a nuestro arbitrio.
Hay más: la conservación de nuestra especie es también un orden agrícola, y el orden agrícola le es tan principal que aun desvanece ciertas fronteras entre bestias y hombres. Así se explica que los antiguos consideraran al buey, auxiliar de la agricultura, asociado al hogar del hombre y que comparte su existencia y su casa, como un miembro más de la tribu, unido a ella por los vínculos totémicos de la sangre. El sacrificio del buey es considerado como una excelsa y dolorosa oferta a los dioses. La magia inventa fraudes para tranquilizar la conciencia, convenciendo al hombre de que el propio buey ha solicitado el sacrificio; y el cuchillo con que se lo mata es juzgado por delito de sangre y arrojado al mar en castigo. Las hecatombes de los guerreros de la Ilíada eran verdaderas carnicerías de reses, porque se vivía en áspero régimen de guerra. Pero cuando los guerreros regresan a su vida pacífica, vuelven al respeto tradicional. En casa de Néstor, mientras los destazadores degüellan y asan los bueyes a presencia de la diosa Atenea, las mujeres se deshacen en lamentaciones y gritos: mueren algunos de los suyos, aquellos compañeros de labor a quienes precisamente las mujeres seguían, arreándolos por los surcos.
En una novela de Aldous Huxley, cierto químico se pregunta con angustia qué porvenir reservaría la política a un plan cuyo objeto fuera evitar el desperdicio del fósforo. El fósforo es indispensable a la vida, y resulta que plantas, animales y hombres destruimos las reservas de la naturaleza, sin poder crear restituciones. Así, en unos millones de años, la vida habrá desaparecido.
Esta relación entre el ser y su ambiente, que la ciencia llama ecología y es condición de la existencia, admite, en todo caso, el ser sometida a la previsión humana, bajo una proporción práctica, ya que no bajo la proporción cósmica del sabio de Huxley. La política agrícola es indispensable a la conservación social, y más en tiempos como el presente, cuando el caballo de Atila destruye la yerba que pisotean sus cascos y hay que preparar las trojes para el hambre universal que viene después de las guerras.
A diferencia de la mayoría de las plantas, que se alimentan exclusivamente de sustancias inorgánicas, el hombre necesita, como el animal, de sustancias orgánicas. La base del sustento humano es agrícola en principio. Esta base agrícola determina la subsistencia histórica y, en mucha parte, conduce la política. Para reconocer cosa tan obvia no hace falta sentar profesión de materialismo histórico. Mientras el hombre se consideró el centro y el amo de la naturaleza, al modo que el sistema tolemaico ponía a la tierra en el centro del universo, la historia fue entendida como iniciativa caprichosa de unos cuantos héroes. El monarca persa mandaba azotar al mar, que no permitía bogar a sus flotas. Un día acontece la revolución copernicana en la Historia. Y hoy el mismo Napoleón, héroe si los hay, nos aparece como un satélite más, arrastrado en los torbellinos de los grandes mercados. El héroe victorioso sólo se caracteriza por una conciencia más clara de los destinos.
Y ahora los destinos mandan que México se provea y prepare. La intensificación de la agricultura es tarea en que la compañera del hombre puede volver a ayudarlo eficazmente, como en los tiempos primitivos. Es tarea seductora y estética, adecuada a la sensibilidad femenina, y corresponde al instinto maternal, en cuanto puede rendir frutos relativamente a corto plazo. El instinto varonil, en cambio, está volcado sobre la abstracción del porvenir. Los frutos sociales que anhelamos, ni siquiera soñamos que lleguen a verlos nuestros ojos. Nos basta saber que han de aprovecharlos nuestros hijos o nuestros nietos. Y una ambición inerradicable en esta familia de Prometeo a que todos pertenecemos, mujeres y hombres, nos hacen concebir nuestra satisfacción como un descuento sobre el crédito de la gloria futura.
Para contribuir al rendimiento agrícola no es necesario contar vastas posesiones territoriales ni complicados implementos, más propios de la administración y del músculo de los hombres. Se puede hacer agricultura en el jardín o en el patio de la casa, en el parterre de la escuela y hasta en el tiesto del balcón. Cuanto se intente en este orden merecerá la gratitud nacional, y un día será el consuelo de nuestros años soledosos. Que, como en el Cándido de Voltaire, cada cual cultive su propio jardín. El poeta latino Ausonio, desengañado de la corte, las mundanidades y la grandeza, y aun despechado de la nueva religión, por cuanto no supo ella amparar a su imperial protector Graciano, regresa al fin a su «parva heredad», busca los consuelos nunca engañosos de la naturaleza, y se consagra a cultivar sus espesos viñedos y sus vivas rosas bordelesas, junto con sus versos, que son otras rosas menos perecederas.

Obras Completas de Alfonso Reyes, Tomo XXI, México, Fondo de Cultura Económica, 1981, pp. 93-97.

Entender, entenderse


Entender y entenderse
Eduardo Nicol

Nos quejamos del error y queremos ser infalibles. Dicen que la ambición del hombre no tiene límites y que su existencia es una inquietud sin tregua, pues una capacidad finita no puede nunca realizar un deseo infinito. Pero sí tiene límites nuestra ambición: son los de la realidad misma. Podemos desearlo todo. Sólo fuera infinito el deseo si lo fuera también lo que existe, y esto no nos consta. El deseo sólo alcanza hasta donde llega el conocimiento. Y pienso que nos exaspera el error en que incurrimos fatalmente, porque esta flaqueza del saber es impedimento que se nos cruza en la vía del deseo; estorbo innecesario, suponemos, pues no viene impuesto por los límites mismos de la realidad, sino que nos deja más acá, paralizados antes de llegar a ellos. El conocimiento es una forma de posesión, y el error es como una frustración del deseo supremo.
         Desde Platón, los más prudentes se resignan a no saberlo todo, a no poseerlo todo. Pero éstos, porque son sabios y renuncian a lo imposible, son precisamente los que más exigencias le imponen al conocimiento. No podremos conocerlo todo, pero lo poco o mucho que se nos alcance ha de ser conocido con rigor: a fondo, sin errores ni ambigüedades. Si la verdad no llega a iluminar todos los confines de lo real, por lo menos esperemos que nos aclare algunos sectores, y que sobre éstos podamos decir palabras con sentido unívoco, inteligibles para todos.
         Sin embargo, la prudencia de los sabios tal vez no haya llegado hasta el extremo de modestia que requiere nuestro comercio con las cosas. Sobre todo, nuestro comercio con los demás hombres, puesto que se trata de ellos, más que de las cosas, cuando de palabras se trata. La univocidad de la palabra se ha querido determinar siempre en relación con la cosa que ella designa. Una palabra es unívoca, es decir, tiene un sentido definido, y sólo uno, cuando representa un objeto cualquiera particular o genérico, concreto o abstracto, real o ideal, pero sólo uno. De esta suerte, el símbolo verbal cubre el objeto con tal perfección que no dice más, ni dice menos, de lo estrictamente necesario para designarlo, y para que la alusión excluya toda posible confusión y ambigüedad. Triángulo quiere decir triángulo, y no otra cosa. Londres quiere decir Londres, y nada más; Sócrates quiere decir Sócrates. Pero, libertad ¿qué quiere decir? ¿Y justicia? ¿Y vida? ¿Y verdad? No podemos, al parecer, inventar una manera de que estas palabras signifiquen una misma cosa para todos. Son palabras equívocas, ambiguas.
         Lo que justicia, libertad y verdad significan para cada uno es de una importancia suprema. ¿Será que no podemos entendernos sobre lo más importante de la vida; que sólo resultan claras las palabras que designan hechos, lugares, personas o conceptos matemáticos, y que en cambio nuestra vida la empeñamos en principios que no pueden definirse? A pesar del trastorno de estos tiempos, todavía quedan hombres que viven para la verdad, o defendiendo a la justicia, y dispuestos a morir por ellas. Es decir, que viven y mueren por unas ambigüedades, lo cual es una paradoja. Y pienso que cuando nos sale al paso una paradoja tamaña, debemos detenernos a examinar qué pueda haber detrás de ella.
         No es insensato defender la libertad, morir por la justicia, ir buscando la verdad. Lo insensato es creer que estas palabras hayan de significar lo mismo para todos, en cualquier tiempo y lugar. Si pudieran definirse como el área de un triángulo, se acabarían las discordias. No hay discordancias sobre el valor de los tres ángulos, porque éstos no existen ni valen; no significan nada: por esto nos ponemos de acuerdo sobre su significación. La univocidad o ambigüedad de las palabras no se determina, como se ha creído tradicionalmente, en la sola relación que guardan con la cosa designada, sino principalmente en la relación que mantiene quien las usa con quien las entiende.
         Pasan en filosofía cosas muy sorprendentes, y una de ellas es que la lógica nos haya privado de ver el sentido verdadero y la finalidad vital del lenguaje, siendo así que logos significa radicalmente las dos cosas. En cuanto nos salimos del lenguaje usual, y pretendemos “hacer ciencia” imponiendo cierto rigor a nuestras expresiones, nos olvidamos de que la palabra, como toda expresión, es un diálogo; y que lo más importante en el diálogo son los dos interlocutores, y no la cosa de que están hablando. Entonces pretendemos tallar nuestras palabras a la medida justa de las cosas. ¿Por qué lo hacemos así? ¿Para evitar el error? Tal vez. Pero el error queremos evitarlo, no tanto para que las cosas luzcan esos suntuosos trajes simbólicos con que las revestimos, sino porque, sin errores, el diálogo es más fácil. Dos personas pueden discrepar, pero se entienden si las dos emplean las mismas palabras en los mismos sentidos. Para discrepar es necesario entenderse, y nos importa siempre más entendernos que coincidir. Por esto deseamos que nuestros símbolos verbales sean unívocos. ¿De qué nos serviría delimitar bien la cosa con la palabra, si la palabra misma permaneciese callada?
         Pero no precisamente porque los símbolos son mediaciones, o sean medios de comunicación entre dos entendimientos, las palabras son siempre unívocas, apuntan a dos sitios diferentes: hacia los dos interlocutores. La palabra es esencialmente ambigüedad. Aunque hayamos definido su sentido con todo rigor lógico, su empleo efectivo tiene un carácter dialéctico: el sentido de una palabra no depende solamente de quien la emplea. La palabra se hizo para ser entendida, y su sentido depende de quien la entiende: es una relación vital, tanto o más que una definición objetiva. Cuando la lógica nos habla de la significación intencional de la palabra, ha de advertir que dicha intención no se endereza solamente al objeto, sino al otro sujeto, con vistas al cual adquiere la palabra la vida que tiene. Toda expresión, por esto, requiere una interpretación. Entender es interpretar lo que nos dicen los demás, y no sólo definir lo que sean las cosas. Cuando las definimos, la palabra no ha cumplido todavía su misión: la cumple cabalmente cuando el otro nos entendió.
         Lo cual quiere decir, respecto de la lógica, que ésta tiene que incluir una hermenéutica bien diferente de la que se inicia en el tratado De interpretatione aristotélico. Y respecto de la vida, esto quiere decir que el entendimiento se ciega cuando mira a las cosas solamente; que para entender hay que mirar al otro, y que para esta tarea hay que revestirse de toda la paciencia que requiere una interpretación bien intencionada.
         Y si todavía nos cupiera al respecto alguna duda, advirtamos cómo las palabras más unívocas, las más rigurosamente definidas, son las más vacías de significación real. Los símbolos matemáticos no significan realmente nada; por esto nos atrevemos a decir que ellos tienen una significación. En verdad, no tienen ninguna. Mientras que las palabras más cargadas de significación, aquellas que designan los valores más altos y las cosas más apreciadas, éstas son tremendamente equívocas. De ahí la más honda humildad a que nos obliga esta curiosa revisión de la lógica que ahora estamos efectuando. Es necesario inclinarse ante la esencial ambigüedad de toda palabra que podamos emplear para hablar de ellas. Y como para entenderlas es necesario el concurso del entendimiento ajeno, tratemos de entendernos, antes que de entenderlas. Se ha visto siempre que, en cuestiones vitales ―por ejemplo la política―, cuanto más rigurosas son las definiciones verbales, tanto más hondas son las divisiones que producen entre los hombres. La lógica puede ser un estorbo para la ética.

4 de enero de 1951

Las ideas y los días, México, Afínita, 2007, pp. 331-334.