Dos ensayos


El tráfico como un fluido
Javier Cruz
¿Por qué no pasarse un semáforo en rojo?
Por ejemplo: a las 5:50 de la tarde el semáforo está en rojo en la esquina de Cantera Moctezuma y Río Magdalena, en la ciudad de México. Mi automóvil (minúsculo) impide que el suv justo detrás abandone la estrechez de Cantera Moctezuma, que es una callejuela, y zumbe libremente por la avenida Río Magdalena, por donde casi no circula nadie. Pero yo mantengo a mi auto en reposo obstinado, en exasperante obediencia de la señal de tráfico. Semáforo en rojo: alto.
¿Por qué no ceder al pitido impaciente del suv? No es una cuestión de hormonas en lucha, mi testosterona contra los efluvios desatados de un trailero hirsuto, tatuado y con el cráneo sujeto por un paliacate negro con plata. No: el suv en cuestión es conducido por una hembra madurita, cuarentona, más bien pequeñaja, discretamente maquillada, pelo manipulado en un salón de belleza, de apariencia apacible.
Apacible... pero irritada. Mientras mira cómo la miro por el espejo retrovisor, pita a todo pitar. Y gesticula, ordenándome que gire a derecha de una maldita vez y salgamos todos de ahí, pie a fondo. Es lo usual, en esta ciudad, ¿no? Lo inusual es no intentar siquiera avanzar, rojo o no rojo; lo inusual es pensar que, aunque no haya peatones a la vista, los que vengan (si viniesen) conservan el derecho de encontrar un cruce en quietud si el semáforo les favorece; lo inusual es suponer que los autos que circulan por la vía perpendicular tienen derecho de no sentirse hostigados por la amenaza de los autos adyacentes, incapaces de esperar a que su semáforo mude de talante.
En beneficio de quienes no tienen mucha paciencia para consideraciones éticas en el carril de alta, aviso de una vez que las razones para no pasarse el semáforo en rojo nada tienen que ver con Savater y sí, en cambio, con Sadi Carnot, Gay-Lussac y (como casi todo) Isaac Newton.
En breve: conviene no brincarse el alto por razones de termodinámica engarzada con mecánica de fluidos; y, sobre todo, porque esas razones suelen llevar a la conclusión de que si cada quien hiciera como quería la señora del suv, casi todos, casi siempre, lidiaríamos con peores condiciones de tráfico que si casi todos, casi siempre, nos estuviésemos quietos ante la luz roja.
Si poner al volante a la termodinámica parece una asociación extrema, considérense las dos siguientes manifestaciones del tráfico hostil, tan típicas como frustrantes.
La primera es la del atasco fantasma. Imagínese usted en feliz desplazamiento libre, rodando armoniosamente entre vehículos igualmente silvestres. De pronto, de la nada, la marcha colectiva empeora hasta que forman todos un cuajo vomitivo de láminas besuqueándose a vuelta de rueda. Uno quiere imaginarse una causa al menos tan espectacular como lo indeseable del efecto; por ejemplo: una pipa escandalosamente volcada, un automóvil ardiendo a media avenida, un suicidio homeopático colectivo en el carril de rebasar. Lo que sea, con la tenue esperanza de que haya un punto en el que una calamidad ocurrió en mala hora, pero que servirá de meta: una vez rebasada, vía libre al nirvana otra vez.
Todos sabemos, empero, cómo termina esta anécdota sin gracia: en nada. Literalmente. Tan sin aviso como llegó el atasco vehicular, este se disipa y lo único que vemos es la colectiva cara de azoro que todos ponemos, vacíos de respuesta a la pregunta que un segundo antes nos ardía en la mismísima boca del estómago: ¿qué pasó aquí?
La experiencia se repite tan a menudo que Eddie Wilson, un matemático en el Reino Unido, ha estimado, con cálculos malabares, que el conductor promedio en aquellas carreteras pasará seis meses de su vida atascado en el tráfico. “Estas ondas de alto y arranque son generadas por eventos muy pequeños a nivel de vehículos individuales”, explicó Wilson a la bbc. “Algo hay a propósito del tráfico que magnifica efectos pequeños hasta crear grandes cambios en ciertas situaciones.”
Y es a cuestas de esta observación aparentemente inocua que invoco el segundo tipo de fenómeno que nos llevará a la termodinámica sobre ruedas. Regresemos a la peinada conductora del suv del principio, y a la pregunta que nos metió en este lío: ¿por qué no pasarse el alto en una intersección manifiestamente vacía de otros autos? Total, nada malo ha de ocurrir porque dos o tres unidades abandonen la callejuela para incorporarse a la gran avenida libre.
A menos –pensarían tipos como Wilson– que esta transgresión insignificante resulte ser uno de esos “eventos muy pequeños” que pueden ser magnificados hasta causar “grandes cambios en ciertas situaciones”. Si la Carmen Miranda del suv se hubiese dado el gusto de violar el fuego rojo de las 5:50 de la tarde no habría tenido explicación para el atasco que la engulliría apenas unos kilómetros más adelante, rozando las 17:53. Tipos como Wilson, cuya actividad profesional coquetea con el sadomasoquismo desde que se dedican a hacer modelos matemáticos del tránsito vehicular, podían haberle advertido a la mujer del fleco impaciente que su arrojo no tiene nada de particular; que miles como ella practican el daltonismo selectivo con igual desparpajo y que, en consecuencia, entre su pecadillo de las 5:50 y su arribo puntual al atasco de las 5:53, unas dos docenas de vehículos habían ignorado sendos semaforitos en rojo a la vera de la misma avenida. Y antes, cerca de un centenar desde las 5:30, en puntos atrás y adelante de Cantera Moctezuma, la callejuela de este relato.
La sumatoria de todas estas discretas infracciones al código vial es que la avenida Río Magdalena, ancha como es, acumula “río abajo” varias decenas de autos más que los que habría si nadie se hubiese pasado ningún semáforo. Esas unidades extra, empacadas en una superficie fija (la avenida, a diferencia de los ríos de verdad, no tiene la opción de desbordar su contenido ensanchando el cauce), hacen aumentar la densidad vehicular hasta tal punto que se presenta justamente una de esas “ciertas situaciones” a las que aludía Wilson como disparadores de “grandes cambios”.
Cuando el clon de Fanny Cano montó su suv en la avenida, el tráfico ahí podía haber sido descrito como “fluido” en un sentido metafórico muy acertado. Tanto, de hecho, que Herren Kerner y Kornhäuser, científicos del Centro de Investigaciones Daimler-Benz, en Alemania, modelan el tráfico como un fluido susceptible de cambiar de gas a líquido y de líquido a sólido. La metáfora, poco lírica, resulta útil en la medida en que las transiciones de fase de los fluidos son descriptibles mediante ecuaciones muy bien conocidas por la física clásica. Y si bien cambiar moléculas por automóviles es algo arriesgado, ofrece el premio de poder identificar los parámetros esenciales para entender en qué circunstancias sucederá que el “líquido” se cuaje en un “sólido” pastoso.
Uno a uno, todos los modelos matemáticos del flujo vehicular coinciden en identificar a la densidad de autos como una variable determinante de la estructura del sistema. Y uno a uno, también, todos los ciudadanos que hacen como la señora del peinadito contribuyen, lo sepan o no, a acercar la densidad vehicular a su punto crítico.
Pasarse el alto resulta, entonces, no ser un acto inocuo de ejercicio del sentido común, sino un agandalle progresivo camino del atasco seguro. Como lo es también el acto de estacionarse en doble fila, o detenerse a subir o bajar pasaje lejos de la orilla o diseñar vialidades con cuellos de botella.
A todos ellos, uno a uno, les caería bien la sugerencia: no sea tan denso.

Letras Libres, México, número 148, abril de 2011. p. 94.

El ensayo corto
Julio Torri
El ensayo corto ahuyenta de nosotros la tentación de agotar el tema, de decirlo desatentadamente todo de una vez. Nada más lejos de las formas puras de arte que el anhelo inmoderado de perfección lógica. El afán sistematizador ha perdido todo crédito en nuestros días, y fuera tan ocioso embestirle aquí ahora, como decir mal de la hoguera en una asamblea de brujas.
No es el ensayo corto, sin duda alguna, la más adecuada expresión literaria ni aun para los pensamientos sin importancia y las ideas de más poca monta. Su leve contenido de apreciaciones fugaces —en que no debemos detener largo tiempo la atención so pena de dañar su delicada fragancia— tiene más apropiada cabida en el cuerpo de una novela o tratado; de la misma manera que un rico sillón español del siglo XVI estaría mejor, sin disputa, en una sala amueblada al desolado gusto de la época que en el saloncito bric-à-brac en que departimos la última comedia de Shaw, mientras fumamos cigarrillos y bebemos whisky y soda. A pesar de todo, el bric-à-brac hace vacilar aún a las cabezas más firmes.
Es el ensayo corto la expresión cabal, aunque ligera, de una idea. Su carácter propio procede del don de evocación que comparte con las cosas esbozadas y sin desarrollo. Mientras menos acentuada sea la pauta que se impone a la corriente loca de nuestros pensamientos, más rica y de más vivos colores será la visión que urdan nuestras facultades imaginativas.
El horror por las explicaciones y amplificaciones me parece la más preciosa de las virtudes literarias. Prefiero el enfatismo de las quintas esencias al aserrín insustancial con que se empaquetan usualmente los delicados vasos y las ánforas.
El desarrollo supone la intención de llegar a las multitudes. Es como un puente entre las imprecisas meditaciones de un solitario y la torpeza intelectiva de un filisteo. Abomino de los puentes y me parece, con Kenneth Grahame, que "fueron hechos para gentes apocadas, con propósitos y vocaciones que imponen el renunciamiento a muchos de los mayores placeres de la vida". Prefiero los saltos audaces y las cabriolas que enloquecen de contento, en los circos, al ingenuo público del domingo. Os confieso que el circo es mi diversión favorita.

Obra completa, México, Fondo de Cultura Económica, 2011, pp. 118-119.

Elogio en rosa


Elogio en rosa
José Israel Carranza
¿Cuántas veces habló la Pantera Rosa? Yo sostenía que tres veces: en el episodio del arca (cuando al final pregunta: «¿Por qué los seres humanos no pueden ser civilizados como los animales?»), en otro en el que un codicioso personaje trataba de apoderarse de un diamante (y por alguna razón iba a tocar a la puerta de la Pantera, que lo recibía en batín rojo y con sarcasmos) y en uno más en el que sostenía una violenta disputa con su vecino a causa de una podadora prestada y nunca devuelta. Una madrugada de televisión inesperada no sólo me descubrí en el error, sino que además me encontré con la imposibilidad de alcanzar ya ninguna certeza, pues en el episodio de la podadora había dos personajes con voz: uno era el vecino rijoso y conchudo, y el otro era el mismísimo Diablo, que al final aparecía para soltar una ironía siniestra, cuando las crecientes hostilidades habían hecho volar el mundo en pedazos (en el pleito se intercalaban escenas de películas de guerra y montajes de armas en acción sobre los dibujos animados). La Pantera no abría la boca. Pero el triste descubrimiento fue éste, que constaté una madrugada después: han seguido produciéndose series con sus aventuras —quiero decir: la Pantera Rosa continúa vigente, actuando, mientras yo sólo la hacía en la trastienda de la memoria—, y por lo visto en sus nuevas temporadas habla ella y hablan los personajes que la acompañan, lamentables seres de forma y colores humanos que en nada se parecen al patiño original, la figura blanca y bigotona que pelaba los ojos y a lo sumo rugía o mascullaba. Por lo visto, digo: cuando he encontrado que transmiten uno de esos bodrios, cambio de canal o dejo que la madrugada y el insomnio acaben de cualquier manera.
Cada que la fiesta va en picada o cuando la conversación está por fracasar del todo, nunca falta quien extienda sobre el mantel su mazo de nostalgias televisivas: que si te acuerdas de Chivigón, que cómo se llamaba el gemelo de Benito, que qué intenciones tenía con Heidi la malvada señorita Rottenmeier, que qué sentiste cuando se murió Corazón Alegre. En esos momentos, deplorables pero ineludibles, siempre he tratado infructuosamente de jugar la carta prestigiosa —según yo— de la Pantera Rosa, y cuando mucho he conseguido que alguien pesque el recuerdo del episodio de la librería psicotrópica. «¡Claro!», dice alguien, «la que tenía un ojote en la puerta». Pero apenas voy refiriendo cómo la Pantera usaba una letra «f» como escopeta, o que el dueño de la librería era el mismo mono blanco de siempre, sólo que con boinita y barbón, cuando ya la noche comenzó a levantar los vasos y todo mundo está aprestándose para largarse.
Creo, pues, que hacemos minoría los fans del peculiar felino. Y eso es tan misterioso como que casi cualquiera sea capaz de recitar sin titubeos los nombres de Cucho, Espanto, Panza, Demóstenes y el supracitado Benito (sin olvidar a Don Gato, of course, que los contiene a todos y es el emblema de cada uno). O que haya quien, antes de recordar a la Pantera misma, tenga presente mejor a Don Ramón («Ron Damón»), el de El Chavo del Ocho, caminando como ella con las notas inconfundibles de su tema musical. Por los vericuetos de la memoria televisiva el pasado queda así corrompido, estropeado, y el universo rosáceo que muchos han perdido para siempre otros sólo lo tenemos como un privado locus amœnus donde reina un ser a veces atolondrado y a veces astuto, a veces ingenuo y a veces maldoso, pero siempre enigmático en su silencio y en su andar despacioso, en su indefinición sexual, en su inverosímil elegancia (¿no iba la Pantera por lo general en cueros, pero como si la hubiera vestido Yves Saint-Laurent?), en su absoluta e infranqueable soledad.
La Pantera Rosa fue, en su origen, la versión que los dibujantes Isadore «Friz» Freleng y David DePatie concibieron hace más de cuarenta años del diamante afamado que Peter Sellers iba a buscar en la película de Blake Edwards: un diamante invaluable en cuyo centro había una partícula de ámbar rosado que recordaba, claro, la figura de una pantera en pleno salto. Animado para acompañar los créditos de apertura de la cinta, el personaje conquistó inmediatamente al público y al poco tiempo pudo prescindir de Edwards, de Sellers y del diamante para pasearse a sus anchas por sus propios dominios: una industria próspera que produjo más de ciento noventa cortos (de los que la televisión mexicana sólo transmitió, una y otra y miles de veces, apenas sesenta, sin contar los que mencioné antes, los más recientes, espurios y detestables). Cuentan sus creadores que la Pantera Rosa sólo conoció su tema musical hasta que Henry Mancini la hubo conocido a ella, y yo pienso que quedó tan halagada que en adelante adaptó para siempre sus movimientos y su rebuscada languidez a ese acompañamiento de striptease innecesario y a destiempo (¿qué ropa, pues, iba a quitarse?). Freleng afirmaba, por otra parte, que el poder de fascinación del dibujo radicaba en que todo el tiempo parecía ir por la vida pensando: yo observaría que sí, parecía traer algo en mente, pero sólo hasta que la aventura se cruzaba en su camino (el borrachín que no atinaba con la cerradura, la bruja que le regalaba unos patines mágicos, el minúsculo bólido en los corredores de la tienda departamental); entonces se revelaba como una simplona dispuesta, ante todo, a divertirse —aunque luego se llevara un susto tremendo o se enredara en apuros tan tontos como inocentes—, o bien batallaba con contrariedades absurdas (el pajarito cucú empecinado en cumplir su deber, que ella tiraba al río y luego se apersonaba en su puerta tundiendo una batería y con un letrero luminoso que decía «¡Coma en Joe’s!»). La aventura, pues, interrumpía sus cavilaciones, o ella la invocaba con sus caprichos, sus deseos o sus sencillas ganas de joder: ya volvía loco al mono blanco —en rol de arquitecto/albañil— cambiándole los planos de la casa o, cuando éste iba en carácter de director de orquesta, le quitaba la partitura de Beethoven y ponía en su lugar la de Mancini (que al final salía, aplaudiendo, en un auditorio desierto), ya lo fastidiaba atravesándose en cada foto que el pobre quería tomar, ya quería que todas las flores del jardín fueran rosas y no amarillas... De cualquier forma, al final acababa alejándose, dándonos la espalda, perdiéndose en quién sabe qué imaginaciones, en qué sueños, en qué preocupaciones.
Como con todo personaje legendario (DePatie, el otro dibujante, aseguraba que él y Freleng idearon el carácter y los movimientos de su creación pensando en James Dean), se antoja pensar que en torno a la Pantera hay varios misterios por lo visto irresolubles: ¿quién era el muchacho que llegaba al Teatro Chino en un coche de carreras del que bajaban la Pantera y el Inspector? ¿Por qué luego a veces salía ella con apariencia de femme fatale, posando sobre un fondo difuminado, con collar negro y larga boquilla? ¿Fumaba o no? Y ya que apareció el Inspector Clouseau, no será difícil convenir en que la mejor época de la Pantera Rosa fue cuando sus cortos se alternaban con los de éste: ¿por qué, si Dodó era tan francés como él, no sabía hablar francés? (Es más: ¿cómo se escribiría su nombre? ¿Deaudeau?1). ¿Qué hicieron los extraterrestres con el Comisionado cuando se lo llevaron embotellado? El problema con misterios de esta índole es que sólo reafirman, para quienes seguimos investigándolos, nuestra soledad y nuestra indefensión: hace falta mucha necedad para dar con alguien que sepa qué pasa si se pronuncian las palabras «¡Pinki, pinki!» o cómo acabó la viejita que pidió ayuda a la Pantera —en plan de súper héroe— para bajar a su gato del árbol.
Habrá que admitir cómo a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor: más si ese tiempo tenía un suave tono rosa, aunque esto, en mi caso, supone entrar en una idealización forzosa del recuerdo: ya bastante lejos de la infancia, yo descubrí que la Pantera Rosa era rosa sólo hasta que tuve un televisor a color. Caí en la cuenta, entonces, de que la había aceptado y querido —sí, querido— sin reparos, sin objetar ni siquiera el hecho de que su nombre fuera un disparate. ¿Rosa? ¿Por qué? Nunca me lo pregunté. A mí lo que me desasosegaba era que se distrajera y una plancha caliente le dejara en la panza un agujero de forma triangular. O que su cabaña cayera desde lo alto de un precipicio y ella estuviera tranquilamente dormida. O por qué la acosaban un asterisco gigante y su asterisquito bebé. Y que nunca hablara... Bueno, salvo en dos ocasiones. ¿O fueron tres?

1.- Debo a Teresa González Arce y Luis Vicente de Aguinaga las siguientes noticias: que Dodó era español (si bien ninguno de los dos atinó a documentar este dato, decidimos creer en él dada la incompetencia lingüística del simpático gendarme), y que su aspecto somnoliento explicaba su nombre, sacado de la expresión francesa «faire dodo», equivalente a nuestro «hacer la meme».

“Elogio en rosa” en Las encías de la azafata, México, Tumbona, 2010. pp. 25-30.

Las grullas, el tiempo y la política


Las grullas, el tiempo y la política
Alfonso Reyes
El domingo veintitrés de enero de mil novecientos trece, el día amaneció gris. Un sol tímido se asomaba y se escondía por intervalos. El viento remecía los árboles, barría las calles. Las hojas rodaban por el suelo. (En los cuentos de Peter Pan, se dice que nada tiene un sentimiento tan vivo del juego como las hojas. Así es). Abríamos cautelosamente nuestra puerta, esperábamos a que pasara la ráfaga y nos echábamos a la ciudad. El tiempo convidaba a marchar militarmente, hendiendo el aire y soportando el chispear del agua: caen unas agujitas frías, dispersas. En cada bocacalle hay que desplegar un plan estratégico para escapar a los torbellinos de polvo. En suma: el tiempo amaneció despeinado y ojeroso.
La gente no hablaba más que del tiempo. El tiempo, a pesar de todas las protestas, quiere que se hable de él. Las conversaciones de los hombres están tramadas sobre esta sustancia fundamental: el tiempo. Hablar del tiempo ha sido y será siempre un rasgo irreducible del hombre. ¿Qué es el hombre? El hombre es un ser que habla del tiempo con sus semejantes. Para los labriegos y los marinos, saber hablar del tiempo entra, desde luego, en el oficio; conocer el tiempo es un modo de profecía, y hasta puede ser cuestión de vida o muerte. Para Ulises, el más sutil de los navegantes, la ola y el viento son una constante preocupación. Hesíodo, un campesino, ha dado muy útiles consejos sobre el tiempo y la sazón de sembrar: “Al oír todos los años –dice- el grito de la grulla desde las nubes, se aflige el corazón de los que no tienen bueyes con que arar, porque es ese grito el anuncio del invierno lluvioso y la señal de la labor”. Dante -¿no es él?- nos habla también de unas grullas que revolotean gritando por el aire, mojado el plumaje. Virgilio, el maestro de Dante, en un libro que escribió para los labriegos, no se cansa de hablar del tiempo: “No en vano –exclama- observamos el nacimiento y las mudanzas del año, dividido por igual en cuatro estaciones. En la fuerza del verano se coge el rubicundo trigo, y entonces también se trillan en la era las tostadas mieses. Entonces se cazan las grullas con lazo y los ciervos con redes, y se corren las orejudas liebres”. Ya se ve que, de cierta manera literaria, podemos decir que hablar del tiempo es “hablar de las grullas”. También Albanio, un pastor de Garcilaso, cuenta cómo solía, en mejores tiempos, cazar la grulla (“nocturna centinela”),
cuando el húmedo otoño ya refrena
del seco estío el gran calor ardiente
y va faltando sombra a Filomena.

La inspiración popular, de que las nodrizas son como unas vestales, ha creado multitud de historias sobre el tiempo,    sobre el sol y la lluvia, sobre las ráfagas y los torbellinos. No hay que olvidar que el viento nos ha contado la historia de Valdemar Daae y sus tres hijas (“iHu-hu-hud! Escapo, vuelo!”).
Mas en las experiencias comunes el tiempo es, simplemente, una moneda de la conversación. El trueque es a la moneda lo que el verdadero cambio de ideas a las conversaciones sobre el tiempo. Los que hablan entre sí del tiempo no son amigos todavía; no han hecho más que el gasto mínimo del trato humano, en el valor acuñado de la conversación. Las conversaciones del tranvía sobre la política se parecen, en este sentido, a las conversaciones sobre el tiempo: son una manera de salir del paso. ¡Cuántas quejas del tiempo y cuántos políticos injuriados gratuitamente por sólo la necesidad de conversar de algo con el vecino casual del tranvía! Muchas veces el tiempo nada tiene de extraordinario; como de algo hemos de hablar, hablamos del tiempo. Muchas veces no sucede nada en la república; muchas veces la “política” es un mero invento de la conversación, un embuste admitido. Y así se vive. La conversación llega, al fin, a sustituir el verdadero e impasible mundo de la política por otro fantástico, que es el mundo de la superstición laica. Los supersticiosos laicos se encuentran entre los ávidos de emociones, para quienes la vida no tiene bastante color, fantasía ni encanto. Ellos, corrigiéndola con sus inventos, echan a volar esas fábulas que mañana serán historia: os aseguran que antes de dos días va a estallar una conspiración;* que dentro de una semana caerá el gabinete; afirman que no era Juárez quien gobernaba, sino su ministro Lerdo; que no era el general Díaz, sino Carmelita. Es viejo este vicio, por más que haya escapado a las sátiras de Juvenal, sin duda porque él lo compartía. Tácito, que debajo de su sobriedad era un delirante apasionado por las emociones, recogió, en sus Anales, muchas vulgares habladurías de esas que dicen las viejas tras el fuego: Augusto, en sus últimos días, gustaba singularmente de los higos, y se complacía en ir a su huerto y arrancarlos por su mano del árbol. Augusto murió. Auras corrieron de que su esposa Livia (madre fatal para la República, madrastra más fatal aún para los Césares) había envenenado los higos en la misma higuera. Tácito se refiere al crimen sin descender a sus circunstancias particulares; las he sacado de Dión. Pero mi discreto comentarista añade: ¿Y no es, en el fondo, la cosa más natural que muera un hombre, como Augusto, a los setenta y seis años de edad, sin necesidad de patrañas ni de higos envenenados? Creer en este crimen de Livia es una de tantas hablillas, una de tantas supersticiones laicas.
Para terminar esta divagación, quiero hablar de los perseguidos de la charla política; quiero quejarme en nombre de ellos. Hay hombres que están como señalados por un hado travieso para sufrir este género de contratiempos, las charlas políticas. Quien los topa por la calle parece que se considera obligado a importunarlos, y aunque nada tenga que decirles, les habla. Si van de prisa y como urgidos por algún quehacer, no importa: se les detiene al paso, aunque sea para darse el gusto de proferir ante ellos tres o cuatro interjecciones sobre “la situación actual”, el tema periodístico. Y eso, cuando no quiere su mala estrella que las gentes los supongan enterados de las más profundas arcanidades políticas, y se empeñen, en mitad de la plaza, en averiguar de ellos los secretos de palacio. Por huir de tales calamidades, Horacio se escondía en su casa de campo. Como lo sabían amigo del poderoso Mecenas, querían penetrar por su conducto todos los misterios de la república, los últimos acuerdos del César, si las tierras prometidas a las tropas romanas serían sicilianas o itálicas, y qué cosa se decía de los dacios. Hace ocho años —cuenta el orgulloso poeta en la sátira VI del libro II— que Mecenas me ha recibido entre los suyos; apenas nos ven juntos en el teatro o en el campo de Marte, y todos exclaman: ¡Oh, afortunado! Me creen poseedor de los secretos públicos, y atribuyen a discreción mi ignorancia. Se imaginan que Mecenas me tiene al tanto de todos los grandes asuntos.
Y, a todo esto, ¿sabéis de qué hablaba Mecenas con Horacio, durante los ocho años que dice? ¡Del tiempo y solamente del tiempo! Es decir: de nada. Se inclinaba a su oído, y le dejaba caer cosas tan sustanciales como ésta:
-¿Qué hora es?- ... ¡Vaya una mañanita fría que nos ha amanecido!

Febrero de 1913
* ¡Ay! Estalló en efecto al mes siguiente.
  
Obras Completas de Alfonso Reyes, Tomo III, México, Fondo de Cultura Económica, 1956, pp. 85-88.