El progreso como estorbo


El progreso como estorbo
Guillermo Sheridan

Hace 30 años un teléfono era una especie de catafalco de baquelita con un gorro de torero por uno de cuyos extremos se hablaba y por el otro se escuchaba. Tenía también un disco con diez agujeros numerados del cero al nueve que se hacía girar con el dedo índice hasta completar el número deseado. Si alguien respondía, se hablaba; si no, se colgaba. Fin del asunto.
Un teléfono de entonces contaba con exactamente tres partes, ninguna de las cuales se prestaba a confusión ni ameritaba instrucciones. Servía sólo para dos cosas: hablar y escuchar, y, desde luego, para asesinar gente por causa justificada (pero ese es un atributo del que goza cualquier objeto pesado, y esos teléfonos pesaban como dos kilos). En suma, un pisapapeles con una función aledaña.
Otra característica de los teléfonos de esos años era que no había teléfonos. Es decir, sí había pero, como eran del gobierno, no había. Sólo había teléfono si se contaba con un cuñado influyente, y si se pasaba una prueba iniciática que, en un momento dado, suponía el misterioso trámite de “adquirir acciones”. Este trámite, además de misterioso, era imposible, pues como eran del gobierno, no había acciones, o más bien sí había, pero el gobierno de pura casualidad se las había dado todas a los cuñados influyentes que las revendían, previo estímulo en efectivo. Sabor a PRI.
Ahora los teléfonos se venden en el supermercado y ya vienen conectados. Lo malo es que ahora ya no son esos objetos lúgubres, simples e inertes.
El que recién compré (el más barato) ostenta 22 botones que incluyen funciones como “menu” y “transfer”, una pantalla en la que aparecen palabras y signos, así como la opción de elegir que cuando el aparato suene lo haga con una “agradable variedad de tonadas” debidamente “sintetizadas” por un chino oligofrénico. Estas tonadas van de “Caminos de Guanajuato” hasta lo más bajo, que es la “Marcha turca” de Mozart. El teléfono pesa 200 gramos, deberá tener 500 micropartes y además de para hablar servirá para una veintena de cosas (sin contar el asesinato): para decir quién llama antes de contestar, llevar una agenda, guardar datos en la memoria, escuchar cancioncitas, molcajetear salsas, tomar fotografías, jugar dominó y hacer una lista de las personas con las que no se quiere hablar, a las que el aparato mandará al carajo de manera totalmente automatizada. Un montón de satisfactores inducidos, es decir, de cosas que no se necesitan hasta que el aparato ordena necesitarlas.
¿Habrá quien considere anticuado aquel teléfono y moderno éste? No lo sé, aunque uno supondría que progresar es abreviar. El actual teléfono es tan imbécil que requiere un manual de instrucciones que, una vez desdoblado, mide aproximadamente un metro cuadrado y cuya cabal lectura toma 85 minutos cerrados. La posibilidad de que el imbécil sea yo, y no el teléfono, queda descartada por la última, contundente frase del manual. Dice así:
advertencia: en caso de ser tragado, este aparato puede producir sofocamiento, e incluso la muerte.
Lo bueno es que si tal cosa sucede se busca en el manual cómo marcar el número de la Cruz Roja y se pide auxilio.

Viaje al centro de mi tierra, Oaxaca, Almadía, 2011, pp. 193-195.

Por mayo era, por mayo


“Por mayo era, por mayo…”
Alfonso Reyes

I
¿Y tú la edad no miras de las rosas?
Rioja

Ya sabe la flor lo que la espera. Los poetas se lo han revelado mil veces. Pero hay una flor perdurable, y es la de las artes o las letras, la que se nombra o la que se figura, la ausente de todo ramillete, que decía el maestro Mallarmé. Cuando todas estas maravillas naturales se hayan marchitado, todavía seguirán luciendo, con intacta virtud, esos cuadros y aquellos poemas en que el hombre se ha apoderado de las primaveras del mundo. Sólo así cobran, como en los ensueños de Díaz Mirón,

inmarcesible juventud los campos
y embriagadora eternidad las flores.

Conforme la flor se traslada de la tierra al espíritu, gradualmente se va trocando menos mortal. Pero también el cultivo de lo efímero, si ello es hermoso, posee sus encantos irónicos. La mente se venga de la muerte adorando lo que vive un día. No sólo entre los indígenas de Bali, sino dondequiera que hay hombres, se alza un altar a la belleza instantánea. Los antiguos cultivaban, con supersticioso arrobamiento, aquellos diminutos Jardines de Adonis, que nacían por la mañana y estaban mustios a la noche. La huella de lo perecedero se inmortaliza sólo en el alma, y Fausto es capaz de comprar un beso a cambio de la eternidad. Como el instante de dicha se apaga casi al encenderse, podemos gritar en su seguimiento, tocando levemente la palabra de Goethe: «¡Detente!... ¡Eras tan bello!» Pero si es bello «es» para siempre: «Es un goce eterno», ha dicho otro poeta. Imagen de amor y de poesía, la flor, como la sensitiva, se cierra apenas se la toca, apenas se la disfruta. Gran privilegio humano, magia concedida al hijo de Adán, es perpetuarla en su adoración. Y tal es la historia, la fantasía árabe, de la flor que no ha muerto nunca.
Grande es, hasta donde alcanzan los documentos, la tradición del culto a la flor en la poesía mexicana; es decir, en la sensibilidad mexicana. Desde los poemas prehispánicos, el cantor indígena nos dice que «se reconcentra a pensar en las vistosas flores». Sor Juana lloró sobre la «rosa divina» Un indio moderno, El Nigromante, férreo caudillo liberal y poeta de corte clásico, llamó a la flor «madre de la sonrisa». Nuestro pueblo, en sus cantares, sigue pidiendo amores a la amapolita morada. La flor nos acompaña en vida y en muerte, con aquella fidelidad renaciente del ciclo de las estaciones. Somos una raza prendada de la flor; y acaso la mejor enseñanza y la más pura experiencia contra los ímpetus de la baja sensualidad está en que la flor se disfruta con los ojos y con la mente, o por su aroma a lo sumo, sin que nos sea dable acariciarla, a riesgo de deshacerla entre las manos. Hay que amarla con desinterés: casi, casi, como a una idea. Porque ¿quién ha poseído nunca una flor? Y, sin embargo, «la inconsciente coquetería de la flor prueba que la naturaleza se atavía a la espera del esposo».
Las flores del jardín mexicano han salvado nuestras fronteras. Entre nuestros más vivos recuerdos del Servicio Exterior, nos acude la evocación de cierto día en que ofrecimos al Jardín Botánico de Río de Janeiro una reproducción del dios primaveral, Xochipilli, para que presidiera el rincón mexicano que, en aquel lugar paradisiaco, quiso y supo arreglar un enamorado de nuestra flor, Campos Porto. Desde entonces, en el cielo de la ciudad maravillosa se establece un diálogo etéreo entre dos númenes mexicanos: el Xochipilli, que nos tocó consagrar, y aquel Cuauhtémoc que llevó a las playas cariocas, años antes, nuestra Embajada al Centenario de la Independencia Brasileña.

II
Por mi mano plantado tengo un huerto.
Fray Luis de León

Pero ¿por qué hablar de la flor y no de la planta? ¿De una cabeza degollada, y no del cuerpo cabal que la sustenta? Y hablar de la planta ¿no es ya, en cierto modo, comenzar a hablar de la agricultura? Procedamos del ramillete al jardín, y del jardín al campo.
La agricultura es la base física de la civilización. No sólo base de origen, sino base permanente: con ella comienza la ciudad. Pues, como decía Aristóteles, la ganadería es una manera de cultivo para cosechas en movimiento. Y la «metalería», podemos añadir, es una manera de cosecha para un género de plantas rígidas que, dichosa o desgraciadamente, no nos es dable sembrar ni fomentar a nuestro arbitrio.
Hay más: la conservación de nuestra especie es también un orden agrícola, y el orden agrícola le es tan principal que aun desvanece ciertas fronteras entre bestias y hombres. Así se explica que los antiguos consideraran al buey, auxiliar de la agricultura, asociado al hogar del hombre y que comparte su existencia y su casa, como un miembro más de la tribu, unido a ella por los vínculos totémicos de la sangre. El sacrificio del buey es considerado como una excelsa y dolorosa oferta a los dioses. La magia inventa fraudes para tranquilizar la conciencia, convenciendo al hombre de que el propio buey ha solicitado el sacrificio; y el cuchillo con que se lo mata es juzgado por delito de sangre y arrojado al mar en castigo. Las hecatombes de los guerreros de la Ilíada eran verdaderas carnicerías de reses, porque se vivía en áspero régimen de guerra. Pero cuando los guerreros regresan a su vida pacífica, vuelven al respeto tradicional. En casa de Néstor, mientras los destazadores degüellan y asan los bueyes a presencia de la diosa Atenea, las mujeres se deshacen en lamentaciones y gritos: mueren algunos de los suyos, aquellos compañeros de labor a quienes precisamente las mujeres seguían, arreándolos por los surcos.
En una novela de Aldous Huxley, cierto químico se pregunta con angustia qué porvenir reservaría la política a un plan cuyo objeto fuera evitar el desperdicio del fósforo. El fósforo es indispensable a la vida, y resulta que plantas, animales y hombres destruimos las reservas de la naturaleza, sin poder crear restituciones. Así, en unos millones de años, la vida habrá desaparecido.
Esta relación entre el ser y su ambiente, que la ciencia llama ecología y es condición de la existencia, admite, en todo caso, el ser sometida a la previsión humana, bajo una proporción práctica, ya que no bajo la proporción cósmica del sabio de Huxley. La política agrícola es indispensable a la conservación social, y más en tiempos como el presente, cuando el caballo de Atila destruye la yerba que pisotean sus cascos y hay que preparar las trojes para el hambre universal que viene después de las guerras.
A diferencia de la mayoría de las plantas, que se alimentan exclusivamente de sustancias inorgánicas, el hombre necesita, como el animal, de sustancias orgánicas. La base del sustento humano es agrícola en principio. Esta base agrícola determina la subsistencia histórica y, en mucha parte, conduce la política. Para reconocer cosa tan obvia no hace falta sentar profesión de materialismo histórico. Mientras el hombre se consideró el centro y el amo de la naturaleza, al modo que el sistema tolemaico ponía a la tierra en el centro del universo, la historia fue entendida como iniciativa caprichosa de unos cuantos héroes. El monarca persa mandaba azotar al mar, que no permitía bogar a sus flotas. Un día acontece la revolución copernicana en la Historia. Y hoy el mismo Napoleón, héroe si los hay, nos aparece como un satélite más, arrastrado en los torbellinos de los grandes mercados. El héroe victorioso sólo se caracteriza por una conciencia más clara de los destinos.
Y ahora los destinos mandan que México se provea y prepare. La intensificación de la agricultura es tarea en que la compañera del hombre puede volver a ayudarlo eficazmente, como en los tiempos primitivos. Es tarea seductora y estética, adecuada a la sensibilidad femenina, y corresponde al instinto maternal, en cuanto puede rendir frutos relativamente a corto plazo. El instinto varonil, en cambio, está volcado sobre la abstracción del porvenir. Los frutos sociales que anhelamos, ni siquiera soñamos que lleguen a verlos nuestros ojos. Nos basta saber que han de aprovecharlos nuestros hijos o nuestros nietos. Y una ambición inerradicable en esta familia de Prometeo a que todos pertenecemos, mujeres y hombres, nos hacen concebir nuestra satisfacción como un descuento sobre el crédito de la gloria futura.
Para contribuir al rendimiento agrícola no es necesario contar vastas posesiones territoriales ni complicados implementos, más propios de la administración y del músculo de los hombres. Se puede hacer agricultura en el jardín o en el patio de la casa, en el parterre de la escuela y hasta en el tiesto del balcón. Cuanto se intente en este orden merecerá la gratitud nacional, y un día será el consuelo de nuestros años soledosos. Que, como en el Cándido de Voltaire, cada cual cultive su propio jardín. El poeta latino Ausonio, desengañado de la corte, las mundanidades y la grandeza, y aun despechado de la nueva religión, por cuanto no supo ella amparar a su imperial protector Graciano, regresa al fin a su «parva heredad», busca los consuelos nunca engañosos de la naturaleza, y se consagra a cultivar sus espesos viñedos y sus vivas rosas bordelesas, junto con sus versos, que son otras rosas menos perecederas.

Obras Completas de Alfonso Reyes, Tomo XXI, México, Fondo de Cultura Económica, 1981, pp. 93-97.

Entender, entenderse


Entender y entenderse
Eduardo Nicol

Nos quejamos del error y queremos ser infalibles. Dicen que la ambición del hombre no tiene límites y que su existencia es una inquietud sin tregua, pues una capacidad finita no puede nunca realizar un deseo infinito. Pero sí tiene límites nuestra ambición: son los de la realidad misma. Podemos desearlo todo. Sólo fuera infinito el deseo si lo fuera también lo que existe, y esto no nos consta. El deseo sólo alcanza hasta donde llega el conocimiento. Y pienso que nos exaspera el error en que incurrimos fatalmente, porque esta flaqueza del saber es impedimento que se nos cruza en la vía del deseo; estorbo innecesario, suponemos, pues no viene impuesto por los límites mismos de la realidad, sino que nos deja más acá, paralizados antes de llegar a ellos. El conocimiento es una forma de posesión, y el error es como una frustración del deseo supremo.
         Desde Platón, los más prudentes se resignan a no saberlo todo, a no poseerlo todo. Pero éstos, porque son sabios y renuncian a lo imposible, son precisamente los que más exigencias le imponen al conocimiento. No podremos conocerlo todo, pero lo poco o mucho que se nos alcance ha de ser conocido con rigor: a fondo, sin errores ni ambigüedades. Si la verdad no llega a iluminar todos los confines de lo real, por lo menos esperemos que nos aclare algunos sectores, y que sobre éstos podamos decir palabras con sentido unívoco, inteligibles para todos.
         Sin embargo, la prudencia de los sabios tal vez no haya llegado hasta el extremo de modestia que requiere nuestro comercio con las cosas. Sobre todo, nuestro comercio con los demás hombres, puesto que se trata de ellos, más que de las cosas, cuando de palabras se trata. La univocidad de la palabra se ha querido determinar siempre en relación con la cosa que ella designa. Una palabra es unívoca, es decir, tiene un sentido definido, y sólo uno, cuando representa un objeto cualquiera particular o genérico, concreto o abstracto, real o ideal, pero sólo uno. De esta suerte, el símbolo verbal cubre el objeto con tal perfección que no dice más, ni dice menos, de lo estrictamente necesario para designarlo, y para que la alusión excluya toda posible confusión y ambigüedad. Triángulo quiere decir triángulo, y no otra cosa. Londres quiere decir Londres, y nada más; Sócrates quiere decir Sócrates. Pero, libertad ¿qué quiere decir? ¿Y justicia? ¿Y vida? ¿Y verdad? No podemos, al parecer, inventar una manera de que estas palabras signifiquen una misma cosa para todos. Son palabras equívocas, ambiguas.
         Lo que justicia, libertad y verdad significan para cada uno es de una importancia suprema. ¿Será que no podemos entendernos sobre lo más importante de la vida; que sólo resultan claras las palabras que designan hechos, lugares, personas o conceptos matemáticos, y que en cambio nuestra vida la empeñamos en principios que no pueden definirse? A pesar del trastorno de estos tiempos, todavía quedan hombres que viven para la verdad, o defendiendo a la justicia, y dispuestos a morir por ellas. Es decir, que viven y mueren por unas ambigüedades, lo cual es una paradoja. Y pienso que cuando nos sale al paso una paradoja tamaña, debemos detenernos a examinar qué pueda haber detrás de ella.
         No es insensato defender la libertad, morir por la justicia, ir buscando la verdad. Lo insensato es creer que estas palabras hayan de significar lo mismo para todos, en cualquier tiempo y lugar. Si pudieran definirse como el área de un triángulo, se acabarían las discordias. No hay discordancias sobre el valor de los tres ángulos, porque éstos no existen ni valen; no significan nada: por esto nos ponemos de acuerdo sobre su significación. La univocidad o ambigüedad de las palabras no se determina, como se ha creído tradicionalmente, en la sola relación que guardan con la cosa designada, sino principalmente en la relación que mantiene quien las usa con quien las entiende.
         Pasan en filosofía cosas muy sorprendentes, y una de ellas es que la lógica nos haya privado de ver el sentido verdadero y la finalidad vital del lenguaje, siendo así que logos significa radicalmente las dos cosas. En cuanto nos salimos del lenguaje usual, y pretendemos “hacer ciencia” imponiendo cierto rigor a nuestras expresiones, nos olvidamos de que la palabra, como toda expresión, es un diálogo; y que lo más importante en el diálogo son los dos interlocutores, y no la cosa de que están hablando. Entonces pretendemos tallar nuestras palabras a la medida justa de las cosas. ¿Por qué lo hacemos así? ¿Para evitar el error? Tal vez. Pero el error queremos evitarlo, no tanto para que las cosas luzcan esos suntuosos trajes simbólicos con que las revestimos, sino porque, sin errores, el diálogo es más fácil. Dos personas pueden discrepar, pero se entienden si las dos emplean las mismas palabras en los mismos sentidos. Para discrepar es necesario entenderse, y nos importa siempre más entendernos que coincidir. Por esto deseamos que nuestros símbolos verbales sean unívocos. ¿De qué nos serviría delimitar bien la cosa con la palabra, si la palabra misma permaneciese callada?
         Pero no precisamente porque los símbolos son mediaciones, o sean medios de comunicación entre dos entendimientos, las palabras son siempre unívocas, apuntan a dos sitios diferentes: hacia los dos interlocutores. La palabra es esencialmente ambigüedad. Aunque hayamos definido su sentido con todo rigor lógico, su empleo efectivo tiene un carácter dialéctico: el sentido de una palabra no depende solamente de quien la emplea. La palabra se hizo para ser entendida, y su sentido depende de quien la entiende: es una relación vital, tanto o más que una definición objetiva. Cuando la lógica nos habla de la significación intencional de la palabra, ha de advertir que dicha intención no se endereza solamente al objeto, sino al otro sujeto, con vistas al cual adquiere la palabra la vida que tiene. Toda expresión, por esto, requiere una interpretación. Entender es interpretar lo que nos dicen los demás, y no sólo definir lo que sean las cosas. Cuando las definimos, la palabra no ha cumplido todavía su misión: la cumple cabalmente cuando el otro nos entendió.
         Lo cual quiere decir, respecto de la lógica, que ésta tiene que incluir una hermenéutica bien diferente de la que se inicia en el tratado De interpretatione aristotélico. Y respecto de la vida, esto quiere decir que el entendimiento se ciega cuando mira a las cosas solamente; que para entender hay que mirar al otro, y que para esta tarea hay que revestirse de toda la paciencia que requiere una interpretación bien intencionada.
         Y si todavía nos cupiera al respecto alguna duda, advirtamos cómo las palabras más unívocas, las más rigurosamente definidas, son las más vacías de significación real. Los símbolos matemáticos no significan realmente nada; por esto nos atrevemos a decir que ellos tienen una significación. En verdad, no tienen ninguna. Mientras que las palabras más cargadas de significación, aquellas que designan los valores más altos y las cosas más apreciadas, éstas son tremendamente equívocas. De ahí la más honda humildad a que nos obliga esta curiosa revisión de la lógica que ahora estamos efectuando. Es necesario inclinarse ante la esencial ambigüedad de toda palabra que podamos emplear para hablar de ellas. Y como para entenderlas es necesario el concurso del entendimiento ajeno, tratemos de entendernos, antes que de entenderlas. Se ha visto siempre que, en cuestiones vitales ―por ejemplo la política―, cuanto más rigurosas son las definiciones verbales, tanto más hondas son las divisiones que producen entre los hombres. La lógica puede ser un estorbo para la ética.

4 de enero de 1951

Las ideas y los días, México, Afínita, 2007, pp. 331-334.

Parrasio o de la pintura moral


Parrasio o de la pintura moral
Alfonso Reyes

¿Qué otra cosa puede ser la pintura moral sino el retrato? Sócrates nos ilustra al respecto. Hijo del pedrero Sofronisco, entendía de arte y desde niño frecuentaba el taller paterno. Hijo de una comadrona, aprendió de ella a partear el alma. Los amigos de las letras humanas reverenciamos en Fenareta a la patrona de las vocaciones reveladas.
Sócrates ejercía su deporte —la mayéutica— sometiendo a todos al interrogatorio, pidiéndoles cuenta de sí mismos, confesándolos. La Atenas exacerbada por las guerras del Peloponeso y la rebelión contra los Treinta Tiranos no pudo perdonárselo: de aquí la Cicuta. Preguntaba a los sabios, y los encontraba ignorantes. Preguntaba a los poetas. Tuvo poca suerte: no los encontró bastante lúcidos. También preguntaba a los artistas, e iba modelando una estética entre los toques impresionistas de la conversación. Imposible disimularse que su idea de la belleza está inficionada —desvió de larga descendencia— por aquel virus que un autorizado maestro califica como funesto concepto de la utilidad. Cuando su insistencia moral comience a cansarnos, abstengámonos de juicios ligeros: respetémosla, recordando que es sincera y profunda. Prefinió morir a traicionarla.
Nietzsche afirma que aquella preocupación ética de la Antigüedad, desde Sócrates en adelante, aquel entregarse a la razón hasta los extremos del absurdo, son ya síntomas de dolencia, naufragio y pérdida del sentido vital. Si el corazón da en escarbarse es que se va volviendo obstáculo, es que está enfermo.
¿Explicará esto que el poeta Platón, al sentir las resistencias ya débiles, se acautele contra los furores del estro en la fortaleza civil de su República? ¿Explicará esto la incansable campaña de Aristófanes, en nombre de la antigua virtud, de los nudos maratonianos, contra las delicuescencias pasionales de Eurípides?
Porque Platón no admite poetas en su Estado, o los tolera apenas como huéspedes sospechosos, les da libertad bajo caución. Y entonces los somete al papel de dómines a quienes hay que gobernar por la rienda contra los dañinos arrebatos de su fantasía, pautándolos conforme a tristes cánones al estilo de los egipcios. Y en cuanto a Aristófanes, los eruditos se enloquecen pon justificarlo de una culpa en que no incurrió. Aristófanes padecía de un odio de amor hacia Eurípides. No podía vivir sin él. Aun después de muerto, lo evoca y lo resucita en la escena. Lo confiesa un mal, pero lo admira a pesar suyo, lo que habla en favor de su clarividencia. Se lo sabe de memoria y a cada instante lo recuerda. De repente, entra una y otra sátira, se sorprende a sí mismo casi rindiéndole alabanzas. Extraña fascinación que duna veinte años, pegadizo veneno. No es, no, una rencilla vulgar, ni es fuerza que la admiración lo defienda. Es una tempestad en un cráneo. Es toda la crisis de Atenas que vacila entre dos destinos. La crisis, investida en el fantasma del trágico, atraviesa el alma del cómico.
Época de conflictos morales, de fuertes horizontes sañudos. Sócrates hacía de barómetro. Pendes, desde su grandeza, había comprometido a su pueblo en una carrera de imperialismos que era el espanto de las dulces y sufridas islas, más vasallas que aliadas. Detrás de la risa de Aristófanes —que se enfrenta valerosamente contra un patriotismo provinciano—, hay rugidos de rabia por las injusticias de aquel demagogo con suerte, del canalla Cleón. En Aristófanes se ha escuchado por primera vez la extraña palabra “panhelenismo”. ¿O antes, en Gorgias? Palabra lanzada a la posteridad en imploración, tras de tanto error intestino, de un saldo favorable. En Tucídides, el contraste entre la orgullosa Atenas y la Melos sacrificada significa un ceño de la Historia.
Sócrates anda por las calles, descalzo y sin sombrero, predicando la conciencia en el bien. Aún no bajaba la caridad hasta este valle hondo, oscuro. El bien le parece cosa de la inteligencia, y ambos, cosa de la belleza. Al menos, hasta donde es dable traslucir a Sócrates por entre la trama de Platón.
El deslinde no es fácil, porque a Sócrates sólo le conocemos de oídas. Nunca, el cruel, escribió una línea. Caso extremo del moralista. ¿Qué se le da a él de escribir? ¿Qué, si lo lean? La verdadera operación moral tiene que ser de viva voz, en el fuego de los contactos. En principio, para el moralista, lo primero es la presencia humana. Aquel hombre ausente, el lector, supone ya una relación eminentemente intelectual. El diálogo directo, en Sócrates; la parábola, en Cristo: estos son, para el moralista, los instrumentos por excelencia. El Buda escribe, cierto, no sólo medita y predica. De sus manos, aunque sin su firma, viene un tesoro novelístico. En sus palmas brota la espiga. Los granos, traídos por las escalas del Oriente próximo —Persia, Arabia— llegan, entre otros, a los españoles Pedro Alfonso y Don Juan Manuel; se derraman por la Edad Media de Europa: todavía germinan, en el Renacimiento, con los Novellieni y con el teatro isabelino; aún reverdecen, en nuestros días, transportados pon la ráfaga de las fábulas que a todos visita. Pero en el Buda —sumo letrado y, por este concepto, hombre de nuestro oficio— el orden intelectual domina sobre los otros órdenes, como en Aristóteles o en Tomás de Aquino, aunque en manifestaciones muy diferentes. El Cristo teórico, incorporación de un principio eterno, habla para toda la humanidad. El Buda habla y dicta para el espíritu, accidentalmente repartido en individuos transitorios. Aristóteles y Tomás, prendidos a las esencias, escriben para todos los espíritus. Sócrates habla para sus coetáneos, y no le importábamos nosotros, o al menos no nos tenía en la mente aunque no ignoraba que sus enseñanzas serían imperecederas. Hasta donde es lícito el deslinde.
Por suerte, junto al testimonio de Platón poseemos el de Jenofonte. Este excelente narrador sin genio, tenía mucho menos que decir por su cuenta. Es de creer que nos da de Sócrates una imagen más sobria; o para usar el lenguaje de nuestro asunto, un retrato mínimo, desteñido. Con esto, y con uno que otro aviso oportuno —aunque ya distante— del discípulo del discípulo, Aristóteles, no es aventurado inferir a Sócrates y recomponer su silueta, dispersa en el “spáragmos” a que lo sometían sus propias criaturas.
Por desgracia, si Platón transfigura a Sócrates en la sollama de su genio —retrato moral contaminado de autoretrato, por compenetración mágica entre las dos personas del Diálogo de la Pintura, artista y modelo— Jenofonte sencillamente nos engaña una que otra vez. ¿Pues no pone a disertar a Sócrates sobre la estrategia en el Asia Menor, tema familiar al mercenario del Anábasis, no al filósofo de las cigarras? Otra vez lo hace discurrir sobre agricultura, cuando bien sabemos que Sócrates era el más urbano de los griegos. Al decir de Platón, “Los árboles no tenían nada que enseñarle”. Interpretemos: Los árboles nunca contestaban sus preguntas, no eran sujetos de mayéutica. La moral es reciprocidad, simpatía. Para los socráticos y sus predecesores, el campo era física. Los elementos se combinan, no se aman. El hombre los emplea, no los ama; no son personas.
Lo que a Sócrates le importaba es el hombre, o sea la conducta. Verdad o comento, un relato lleno de sentido asegura que unos indostánicos, caídos en Atenas, fueron a Sócrates y le preguntaron a qué oficio se dedicaba. —“Me dedico a investigar al hombre.” Y los indostánicos se le reían a las barbas. —“¿Cómo quieres entender al hombre, sin entender antes a los dioses?” No es difícil imaginar —retrato hipotético— la sonrisa desengañada con que Sócrates los dejó decir, en silencio aunque sin hurtarles los ojos.
Sócrates era valiente, paciente y, en el sentido vulgar, descreído. Cabeza insobornable, que ni el vino la trastornaba. Después del Banquete, mientras todos los demás rodaban debajo de la mesa, helo que sale, tan campante, al fresquecillo de la mañana, lamentando haberse quedado sin interlocutores. Era gloriosamente feo, Sileno habitado por la Atenea, como los cofres o “silenas” que vendían en el mercado. Cara de malas pasiones. Al que se lo dijo, le contestó: “Tú, extranjero, me has conocido. Lo que pasa es que me contengo.” El menos engreído de los hombres. Virtuoso sin melindres. No le asustaba la devoción de Alcibíades muchacho tan muelle que pronunciaba “cuelvo” en vez de “cuervo”; peligroso muchacho a quien él había salvado la vida en un combate, y a quien muchas faltas le serán borradas —incluso la escandalosa mutilación de los Hermes— en gracia de lo bien que supo querer y admirar a su Sócrates.
Sócrates, pues —cuenta Jenofonte—, se acercó un día por casa del escultor Critón:
—¿Cómo haces para infundir tanta vida a todos esos corredores, luchadores, púgiles y atletas?
Critón hizo un gesto de modestia, creyendo que se trataba de elogios y no, como en Derecho se dice, de “absolver posiciones”.
—Ya entiendo: es porque imitas las formas vivas.
Y la respuesta vaga:
—Sí, en efecto...
—¿De modo que puedes también imitar, en las expresiones corporales del ademán, de la mirada, lo que bulle detrás de ellos?
—Me figuro que sí.
—Concluyo que el secreto de la escultura, para que de veras tenga vitalidad, está en imitar, mediante la forma, los afectos del ánimo.
No conocemos bien a Critón. No sabemos si, ante este descubrimiento de Sócrates sobre el valor jeroglífico de la forma, Critón, sólo interesado —al igual de muchos plásticos— por resolver extremos de técnica, habrá dicho para sí, como el olmo en cierta fábula nunca escrita: “¿De modo
que yo, el olmo, produzco peras?”
Otro día, Sócrates se pasó por la casa del pintor Parrasio.
—Entiendo —comenzó—— que el arte de pintar consiste en representar, por medio de colores, las cosas que los ojos captan. Pero veo, además, que cuando los pintones representáis una figura hermosa, como la naturaleza es incapaz de producir un hombre perfecto, a uno le pedís prestado esto, y lo otro al de más allá, procediendo a la selección de las partes que en cada uno encontráis más bellas.
Parrasio —en boca cerrada no entran moscas— contesta con algo que pudiera traducirse así:
—M-m…
Ahora vas a ver, Parrasio, con quién tienes que habértelas:
—Pero dime ¿puedes imitar también un alma graciosa y dulce? ¿O es que el pincel no atrapa el alma?
Parrasio, negando con la cabeza:
—M-m! Sócrates ¡pero si el alma no es visible, no tiene forma, color, proporciones; no tiene calidad, ni peso!...
Y aunque Jenofonte no lo cuenta, yo creo que Parrasio, para apoyar sus explicaciones, comenzó aquí a darse importancia y a dibujar con el pulgar en el aire, ese gestecillo tan antipático.
—Bien, bien, Parrasio. Pero dime: la expresión graciosa y dulce de un alma ¿no sale a los ojos, a la cara?
—Eso ya es otra cosa —consiente Parrasio.
—¿Y acaso no puedes reproducir esta expresión impresa en la cara, en los ojos?
—Claro que sí.
—Entonces también puedes representar los afectos del ánimo.
—Cierto, cierto.
Detengámonos a saben qué ha pasado. Pasa que Sócrates busca en las artes la expresión moral. En el curso de la charla, habla de los caracteres odiosos o atractivos, de los temperamentos amigables o ariscos. Todo ello puede ser asunto de la pintura.
La lección es breve; las consecuencias, largas.
El naturalista Plinio, escritor tan inteligente y ameno como el naturalista Buffon, cuenta que Timantes, en su Sacrificio de Ifigenia, tras de pintar los rostros de todos los personajes transidos de dolor, todavía consiguió acentuar la imagen de la angustia en Menelao, el tío paterno de la víctima. ¡Ah, pero Agamemnón, el padre, condenado a presenciar la muerte de su hija para que las naves aqueas —según la sentencia a los adivinos— puedan seguir el rumbo hacia Ilión!. -. Aquí Timantes, no pudiendo ya subir el tono en la pintura de lo patético, echó mano de un buen recurso: Agamemnón se cubre la cara con el manto. Si este caso es posterior al ataque socrático en el taller de Parrasio —que sin duda fue muy discutido en todas las tertulias de Atenas— la reticencia de Timantes puede considerarse como un acatamiento a la doctrina de la expresión moral.
En cuanto a Parrasio, parece que la reacción fue más grave. Parrasio se había especializado en las figuras masculinas, como Zeuxis en las femeninas. Se recuerdan su Teseo, su Áyax y Odiseo disputándose las armas de Aquiles. Y aunque Quintiliano le llamará más tarde “dibujante severo” los griegos —que entendían mejor de estos achaques y conocieron a Parrasio de cerca— le notaban la sensualidad licenciosa y hasta le pusieron un apodo alusivo. Sospecho que Critón, a lo mejor, pudo ser un artista más interesado en la técnica que en las doctrinas ético-estéticas. De Parrasio es menos incierto afirmarlo, hasta el día de la memorable irrupción de Sócrates. De él es sabido que se divertía en buscar efectos de ilusionismo. Zeuxis vino a sorprenderlo con sus naturalezas muertas: unas frutas pintadas tan al vivo que los pájaros querían picotearlas. “Aparta —le dijo Parrasio— aquella cortina para que podamos ver mejor.” Y Zeuxis, burlado, descubrió de pronto que alargaba la mano hacia un cuadro de Parrasio que representaba una cortina. Zeuxis había engañado a los pájaros. Pase por ésta. ¡Pero Parrasio había engañado nada menos que al maestro Zeuxis!
Sócrates, que escogía bien sus blancos, tal vez quiso alejan a Parrasio de estos juegos inferiores, tal vez quiso concentrarlo en empresas más nobles, como aquella alegoría del pueblo ateniense, donde el pintor consiguió dotar cada rostro de una intención distinta. Y el cauterio no resultó inútil. Pero Parrasio aprovechó la lección a lo artista, no a lo moralista. Se interesó cada vez más por la expresión del dolor, no por el dolor. A creer a Séneca, Parrasio compró años más tarde a uno de los olintianos que Filipo hizo vender como esclavos, y —tranquilamente—— le mandó dar tortura para estudiar con toda frialdad, con absoluto candor de demiurgo plástico, las muecas y las contorsiones del martirio. (La verdad es que esta anécdota, parecida a la de Miguel Ángel, presenta dificultades cronológicas).
En todo caso, la lección de Sócrates, en aquella época, hacía de vacuna. Hoy, aunque sea por acumulación de experiencias, estamos ya inmunizados. Buscamos “eso” en la pintura, o buscamos muchas otras cosas. Pero, en materia de retrato, no hay más remedio que atenerse a la expresión moral. Lo cual no quiere decir que el artista deba atenerse a los procedimientos de la imitación realista. A cada paso tropieza el pensamiento con las perversiones que el uso va produciendo en las palabras. La “imitación”, de que tanto hablaban los antiguos y que ellos entendían como “representación de la naturaleza”, con una latitud bastante aceptable, acabó por convertirse —tomada al pie de la letra— en un precepto esterilizador. Para rectificar el estrecho punto de vista que se ha dado en llamar realismo, no hace falta sumergirse en grandes honduras estéticas. Cualquier naturaleza sincera reconoce la verdad moral en aquel retrato de Mallarmé que Whistler dibujó en una hojita de papel de fumar, con unas cuantas rayas de lápiz. Nada más real, nada menos realista. Nos comunica la electricidad de una plena presencia. Ahí está el poeta en alma entera. No en cuerpo entero, porque para la verdad moral del retrato sobraban muchas redundancias del cuerpo. De modo que si Parrasio, según Sócrates, construía un arquetipo de la figura humana mediante la selección de partes escogidas entre un conjunto de individuos, el pintor moderno acierta a representan la intención de un individuo —su verdad moral— por la selección y aprovechamiento de las únicas partes expresivas que el mismo individuo trae en su envoltura corpórea.
El ejemplo más agudo de este procedimiento nos lo da la caricatura. Es de común experiencia encontrar mayor verdad en tal caricatura que en tal retrato. ¿Dónde está el misterio de la caricatura? La caricatura es una etimología de la persona. Es una investigación en las tendencias, en las direcciones de un carácter. Las tendencias han sido exageradas, para mejor rastrearlas, como el anatómico inyecta una vena para mejor recalcar su derrotero entre los tejidos. El foco eléctrico queda reducido a la fibra incandescente, al esqueleto de luz Aristóteles, hablando de muy otro asunto, ha definido así este principio: “Las cosas —dice—, las cosas son sus tendencias”.
Exageremos a nuestra vez la frase, para mejor acusar su sentido: “Las cosas son ya sus tendencias.” Regla del pensar ontológico, guía del pensar crítico; puesto que una vez establecida la tendencia con nitidez, siempre es fácil jalonar el punto en que se detuvo, al manifestarse en cada humilde fenómeno. Así, el candoroso, que ignoraba la reputación y los antecedentes de Sócrates, hacía una caricatura hablada de Sócrates cuando le vio cara de mala persona. Sincero hasta la muerte, Sócrates confesó que su único mérito era reconocer sus malas tendencias y evitar que lo dominaran. Sócrates, así, jalonaba el hito de aborto voluntario en el desarrollo de la tendencia. Este jalonar es la moral, arte de operar sobre la naturaleza de acuerdo con una idea del bien libremente escogida. Vemos aquí de qué manera el retrato nos lleva a la doctrina moral.
Pero demos un paso más. Si la moral es psicacogía o cuidado de la conducta, está gobernada por un desenvolvimiento en el suceder, en el tiempo. El retrato moral supone una implicación de tiempo. ¿Cómo reducir a especie comprensible la operación de la pintura en el tiempo? Terrible noción la del tiempo. El filósofo argentino Francisco Romero ha escrito: “El tiempo ha vivido filosóficamente de incógnito hasta hace unas decenas de años.” En efecto, son dos los motivos de su pasada desventura: primero su índole difícil, fugaz; segundo, las malas compañías, sus contubernios con el espacio. A ver: acudamos al distingo. Por una parte hay el tiempo real, el sentimiento de un despliegue interior, de un transporte y flujo que no fluye ni transporta nada sino un sabor de flujo y transporte, una música sin melodía ni notas que es lo que más se parece al alma, la durée réelle de Bergson, que —bajo la autoridad del Marqués de Santillana— pudiéramos llamar en nuestra lengua la “durada” real. Por otra parte, hay el tiempo físico, el de la ciencia, el que miden los relojes, el tiempo acostado sobre el espacio, el tiempo como lapso dé un movimiento, de un movimiento que a su vez se acuesta sobre el espacio para darnos ese estetograma que se dice la trayectoria. Si el reloj se considera como un absoluto, como una referencia estática, tenemos la física de Newton. Si el reloj es una referencia relativa, puesto que en la realidad sólo puede haber puntos fijos por convención, si el pretendido punto estático sufre a su vez una corrosión temporal desde el instante en que vive transportado, tenemos la física de Einstein. Pero hechos estos distingos abstractos, volvamos a disolverlos en el fenómeno artístico, el cual opera en concretos intuitivos. La emoción estética de la pintura y el ser material de la pintura anudan inefablemente las representaciones del tiempo.
¿Cómo así? ¿No se ha dicho siempre que la pintura es arte del espacio, contrapuesta a las artes del tiempo, o sea a la literatura y a la música? ¿No se ha dicho que la única síntesis artística se encuentra en la danza, donde hay a la vez figura y sucesión? Esta digresión nos llevaría muy lejos. Hay que reinterpretar los motivos del Laocoonte de Lessing a la luz de nuevas experiencias, hoy que contamos con una pintura antes insospechada, con un espacio pictórico que se mueve, luego se mueve en el tiempo físico: el cinematógrafo. Hay que preguntarse si los que parecían principios absolutos no son más que reglas descriptivas del objeto artístico, en un solo instante de su historia. Dejémoslo ahí; no nos desviemos con la fotografía disolvente. Vamos otra vez a la pintura estable, a la Pintura.
Espacio fijo la pintura sólo puede referirse al tiempo por implicaciones simbólicas, por ideograma. El paisaje del siglo xix, por ejemplo, nos presenta con frecuencia la nube de tempestad. Ya sabemos que la nube es cambiante, y más si agitada por la tormenta. Ora finge figuras de lobo, de leopardo y de toro, como en Aristófanes; ora, como en el Hamlet, un camello, una comadreja, una ballena. Pues bien, el paisaje, en este flujo posible, recorta un instante. Y el flujo posible queda suspenso en el alma, como evocación. El valor pictórico está en el recorte, en la coagulación ofrecida. Pero las implicaciones psicológicas de la mundanza giran en torno. El ideograma de tiempo es aquí una mera alusión.
Pero otras veces, y singularmente en el retrato, la referencia al tiempo, más que un sentido de alto en la marcha, asume un sentido de remate, de suma final, de efecto general de los cambios. Mejor es tratarlo por parábolas:
Recuerdo ahora que Valle-Inclán explicaba la quietud de algunos retratos de Velázquez por un efecto del cambio de luz a lo largo de las horas del día, en aquellos galerones del Palacio Real donde pintaba. El continuo cambio —venía a decir— conduce al estatismo, al quietismo molinista. El accidente desaparece, queda la esencia. Velázquez no pinta lo que pasa, sino lo que perdura. No ve el flemón que le salió aquel día al buen señor. No la mañana o la tarde, ve la luz total. No pinta la hora, pinta el tiempo. Discutible, pero digno de la discusión. ¿Qué parangón, desde luego, entre la teoría socrática y la ramoniana? Cae de su peso: Don Ramón buscaba en los cuadros una mística, como Sócrates andaba buscando una moral. La moral, conducta, es especie de la elaboración en el tiempo. El molinismo, mística, encamina a una anulación del cambio en el tiempo. No podemos alejarnos del tiempo.
Lo cual me conduce a otro recuerdo: sin ser Sócrates, yo suelo charlar con los artistas. Como le acontecía a Sócrates, es posible que yo también, algunas veces, busque en los cuadros la pintura, y además... (aquí un coeficiente indeciso) - Me abstengo generalmente de decir a los artistas, todo lo que se me ocurre, para no importunarlos. Critón y Parrasio no padecían por las teorías: creadores, gente de una pieza, almas en bloque. Critón y Parrasio apenas le contestaban a Sócrates. Es mejor no distraerlos. Es mejor que sigan trabajando. Siempre me interesaron más las tallas directas de Mateo Hernández que sus divagaciones estéticas. Pero Mudo se explicaba mejor con la espada que con la lengua, dijo el Cid. Mateo se explicaba bien con los cinceles. Cuando los dejaba de lado, le daba por desvariar -como él decía— sobre el arte de los “egicios”.
Pues bien, hace muchos años cierto pintor, cuyo nombre no viene al caso, me dijo:
—Lo importante no es pintar la cara que el señor se ve en el espejo al afeitarse, sino aquella cara con que la posteridad de veras habrá de imaginarlo.
La posteridad: he aquí, en esta teoría anónima, una nueva intromisión del tiempo, y ahora bajo especie de saldo. Sea el saldo por abstracción de accidentes, o teoría ramoniana; sea el saldo por juicio final, por sentencia sobre el movimiento cerrado de una vida, teoría socrática. Hay aquí de todo a la vez: psicología, estética, ética. Cuando el hombre se acerca a un peligro de muerte, como si la conciencia quisiera enriquecerse por compensación al saber que se acerca el término, se echa de un golpe sobre todo su caudal, sobre el pasado, y lo condensa en la memoria vertiginosa de un solo instante. Cuando el hombre se acerca a su retrato, se diría que en la mente artística —según la teoría que analizo—tiene que operarse bruscamente una condensación pareja, con vistas a la posteridad. En cierto modo, el retrato es un peligro de muerte.
La teoría anónima contiene algo más: la autenticidad del retrato desligada ya de su modelo; la autenticidad del retrato como representación subjetiva de lo que ha podido ser el hombre. ¿Y qué es lo que nos garantiza, a los “pósteros”, la autenticidad de un retrato de ayer, siempre tinto en la vaga melancolía de las cosas desaparecidas? ¿Aquí damos vuelco a la noción y le encontramos su fondo verdadero. El valor estético, he aquí nuestra única garantía; el valor estético que nos obsequia una unidad psicológica y algo ya como un paradigma; una armonía que se impone como necesaria, y a través de la cual el retrato evoluciona desde el individuo hasta la abstracción, cualquiera que sea el punto de arranque, hombre mortal o mito imperecedero. ¿Quién revoca a duda la autenticidad del Caballero de la mano al pecho? La confirma una necesidad superior a las contingencias. Así fue él, no nos cabe duda; así concibe la imaginación a un hombre de su categoría humana. Y si él no fue así, él se equivocó sobre sí mismo. La expresión artística ofusca el pretexto real que la provoca, el retrato se desprende de su modelo, como el edificio de su andamio, y echa a vivir por cuenta propia. El señor, que quería perdurar en su retrato ha sido burlado. El retrato absorbió al señor, mató al señor. Vampiro del hombre, el retrato. Y si es el mito, ved a la Eva expulsada, del Masaccio. Adán, como el Agamemnón de Timantes, solloza a su lado cubriéndose la cara, imagen del dolor varonil que prefiere “llorar como la fuente escondida” según la palabra del poeta. Eva en tanto —portento de agobio y de vergüenza—, como la hembra siempre se da, nos da la cara desolada, los ojos hinchados de llanto, y es tan consistente como la caída de la mujer eterna. Ya no nos importa para nada la pobre criatura mortal que sirvió un día de modelo, de alimento al Minotauro de la Pintura. Ésta es la verdad del arte. Por consecuencia, ésta es la moral del arte.
Los hombres se echan a perder con la mala educación casual que la vida les va imponiendo. Pero los niños tal vez lo entiendan, ellos que nunca disimulan su exigencia moral. Yo conocí un niño, hijo de soldado, criado en el ambiente del cuartel. Salió del sarampión, y lo llevaron a la iglesia a que diera gracias al cielo. Lo pusieron ante un Crucifijo lamentable. El niño permanecía impávido.
—Anda —le decían—, dale las gracias a Dios.
Y el niño:
—¿Pero ése es Dios? ¡Ése será su asistente!
Si esto no significa, por negativa, el reconocimiento de la verdad moral en las antes, yo no sé lo que signifique.
Sobre esta noción de humana síntesis y armonía de necesidades interiores que el retrato expresa, es inevitable, aunque se haya hecho mil veces, volver sobre la sonrisa de la Gioconda. Permitid que cite una vieja página: “Aquella insondable sonrisa, siempre adornada con un toque siniestro, perseguida siempre en múltiples tanteos juveniles en torno a los trazos del Verrochio, que un día se deja aprisionar, adormecida al halago de las flautas de los bufones, como una paloma viva que cae poco a poco bajo el hipnotismo de la serpiente.” Walter Pater ha cantado así a Mona Lisa, más viva en la posteridad de los lienzos que en el ropaje carnal de un día:
Todos los pensamientos y la experiencia del mundo se juntaron y acuñaron aquí, en cuanto tienen poder para refinar y hacer expresivas las formas exteriores: el animalismo de Grecia, la gula de Roma, el ensueño de la Edad Media hecho de anhelo espiritual y de amor meditabundo, la vuelta a las cosas paganas y los pecados de los Borgias. Es más antigua que las rocas que la circundan. Como el vampiro, ha muerto ya muchas veces y ha arrebatado su secreto a la tumba. Ha buceado en mares profundos, de donde trae esa luz mortecina en que aparece bañada. Ha traficado en raros tejidos con los mercaderes de Oriente. Fue, como Leda, madre de la Helena de Troya y, como Santa Ana, fue madre de María. Y todo esto, a sus ojos, no significa más que el rumoreo de aquellas liras y flautas que entretenían su sonrisa. Ni vive ya todo ello sino en la delicada insistencia con que todo ello pudo modelar sus rasgos mudables, dar tinte a sus párpados y a sus manos.

La idea de la luz reposada, de que Valle-Inclán hablaba a su manera, y la inevitable aparición de Leonardo, todavía despiertan en mí otro recuerdo, que ya sólo toco a manera de disgresión de amor. Paseaba una tarde por la galería de los Oficios. A la hora en que la luz comienza a amenguar, me encontré frente a la Adoración de los Magos, una obra no acabada, como tantas cosas de aquel investigador incansable. Acaso haya en este cuadro menos fervor que en todas las “Adoraciones” que conozco. En cambio, posee, entre todas ellas, una cualidad única, de ruido y de entusiasmo. La multitud se agolpa en torno a la Virgen y al Niño con un movimiento de acometida, como una ola curiosa. Andan por lo alto los fardos de presentes. En el fondo, los caballos de los Reyes Magos se encabritan. Y conforme caía la tarde, el cuadro, que por lo demás es muy nítido me pareció que emergía con más vigor. Al volver a la posada florentina, creí descifrar el enigma con cierto pasaje encontrado al azar entre los cuadernos de notas de Leonardo, pasaje en que advierte que las caras dejan ver mejor su carácter bajo un cielo nublado: “Prefiere para tu retrato —dice— la hora del atardecer, cuando hay vaguedades y nieblas, porque ésa es la hora de la luz perfecta”.
Y en fin, para hablar de lo que ignoramos menos, trataremos ahora del retrato, no ya como objeto artístico, sino como palabra. Permítase a un alumno de la Gramática el decir aquí que, antes del verbo “retratar” —verbo de segunda intención y ya derivado del sustantivo “retrato”— encontramos en los viejos libros el verbo “retraer”, en la acepción de reducir y concentrar una cosa; de sacar “retractos” (cuasi “extractos”), de extraer quinta-esencias; o dicho de otro modo, de “rompre l’os et sucer la substantifique moelle” como lo hace el perro de Rabelais, bestia entre todas filosófica.
 Así, en el Retrato de la Lozana Andaluza —libro de erudición escabrosa, libro que lleva en la frente la fecha fatídica del saco de Roma por el Condestable de Borbón, y que apareció en Venecia el año de 1528— el autor dice, refiriéndose a lo que en su obra retrata: quise retraer muchas cosas retrayendo una, y retraje lo que vi que se debía retraer”. Y más adelante, el autor mismo se enfrenta con sus personajes, se mete de rondón en su propia novela. Sus personajes lo convidan a pasar un rato alegre en su compañía. Pero él, curándose en salud: “...No quiero ir, porque dicen después que no hago sino mirar y notar lo que pasa, para escribir después y que saco dechados”. Gran retratista el autor Francisco Delgado. De su libro dijo Don Marcelino: “Caso fulminante de realismo fotográfico.” Como prevenía el sargento instructor: “Aquí lo enseñamos todo, no es como en infantería.” Allí se ve todo y se ve de todo. Allí se oye todo, hasta los jadeos íntimos de la alcoba. El sacan dechados, el retraer, el retratar tan a lo vivo, le ocasionaban a Delgado muchos disgustos. Por eso prefiere no ir a la fiesta. Y es que el retraer es hechicería que roba la sustancia de los modelos, se adueña de su voluntad y la somete al retratista. Ya lo hemos dicho: el retrato es un peligro de muerte, vampiro del hombre su retrato. Por algo el retratista encuentra una sorda resistencia en el no sofisticado, en el primitivo. Cuando él se acerca, tiembla el ave supersticiosa que anida en el pecho. El salvaje huye de la Kodak, porque el que se lleva su imagen se le lleva su albedrío, su doble, su cuerpo astral. Donan Gray descarga en su retrato, en su doble, la decadencia progresiva de su carácter, su creciente crueldad, su acrimonia, su vicio, su envejecimiento, como el Dr. Jekyll los almacenaba en Mr. Hyde. Donan Gray se conserva incólume: sólo en el retrato se advierten las cicatrices de los años y los errores. Pero Donan Gray ha venido a ser la mentira. Es él —modelo— quien se engaña. La verdad pasa a su retrato. Hasta que un día, Dorian Gray es atraído hacia la muerte, magnéticamente, por su retrato, por su retrato cansado ya de la mentira real.
No aconteció de otra suerte con aquel otro snob de Tespio, el descubridor del retrato, el hermoso turbador Narciso, el primero que vio el reflejo de su imagen y, cediendo al misterioso imán, se dejó caer en las aguas.

México, septiembre de 1940

Obras Completas de Alfonso Reyes, Tomo XVII, México, Fondo de Cultura Económica, 1965, pp. 382-397.