Parrasio o de la pintura moral
Alfonso Reyes
¿Qué otra cosa puede ser la
pintura moral sino el retrato? Sócrates nos ilustra al respecto. Hijo del
pedrero Sofronisco, entendía de arte y desde niño frecuentaba el taller
paterno. Hijo de una comadrona, aprendió de ella a partear el alma. Los amigos
de las letras humanas reverenciamos en Fenareta a la patrona de las vocaciones
reveladas.
Sócrates
ejercía su deporte —la mayéutica— sometiendo a todos al interrogatorio, pidiéndoles
cuenta de sí mismos, confesándolos. La Atenas exacerbada por las guerras del
Peloponeso y la rebelión contra los Treinta Tiranos no pudo perdonárselo: de
aquí la Cicuta. Preguntaba a los sabios, y los encontraba ignorantes.
Preguntaba a los poetas. Tuvo poca suerte: no los encontró bastante lúcidos.
También preguntaba a los artistas, e iba modelando una estética entre los toques
impresionistas de la conversación. Imposible disimularse que su idea de la
belleza está inficionada —desvió de larga descendencia— por aquel virus que un
autorizado maestro califica como funesto concepto de la utilidad. Cuando su
insistencia moral comience a cansarnos, abstengámonos de juicios ligeros:
respetémosla, recordando que es sincera y profunda. Prefinió morir a
traicionarla.
Nietzsche
afirma que aquella preocupación ética de la Antigüedad, desde Sócrates en
adelante, aquel entregarse a la razón hasta los extremos del absurdo, son ya
síntomas de dolencia, naufragio y pérdida del sentido vital. Si el corazón da
en escarbarse es que se va volviendo obstáculo, es que está enfermo.
¿Explicará
esto que el poeta Platón, al sentir las resistencias ya débiles, se acautele
contra los furores del estro en la fortaleza civil de su República? ¿Explicará
esto la incansable campaña de Aristófanes, en nombre de la antigua virtud, de los
nudos maratonianos, contra las delicuescencias pasionales de Eurípides?
Porque
Platón no admite poetas en su Estado, o los tolera apenas como huéspedes
sospechosos, les da libertad bajo caución. Y entonces los somete al papel de
dómines a quienes hay que gobernar por la rienda contra los dañinos arrebatos de
su fantasía, pautándolos conforme a tristes cánones al estilo de los egipcios.
Y en cuanto a Aristófanes, los eruditos se enloquecen pon justificarlo de una
culpa en que no incurrió. Aristófanes padecía de un odio de amor hacia
Eurípides. No podía vivir sin él. Aun después de muerto, lo evoca y lo resucita
en la escena. Lo confiesa un mal, pero lo admira a pesar suyo, lo que habla en
favor de su clarividencia. Se lo sabe de memoria y a cada instante lo recuerda.
De repente, entra una y otra sátira, se sorprende a sí mismo casi rindiéndole alabanzas.
Extraña fascinación que duna veinte años, pegadizo veneno. No es, no, una rencilla
vulgar, ni es fuerza que la admiración lo defienda. Es una tempestad en un
cráneo. Es toda la crisis de Atenas que vacila entre dos destinos. La crisis,
investida en el fantasma del trágico, atraviesa el alma del cómico.
Época
de conflictos morales, de fuertes horizontes sañudos. Sócrates hacía de
barómetro. Pendes, desde su grandeza, había comprometido a su pueblo en una
carrera de imperialismos que era el espanto de las dulces y sufridas islas, más
vasallas que aliadas. Detrás de la risa de Aristófanes —que se enfrenta
valerosamente contra un patriotismo provinciano—, hay rugidos de rabia por las
injusticias de aquel demagogo con suerte, del canalla Cleón. En Aristófanes se
ha escuchado por primera vez la extraña palabra “panhelenismo”. ¿O antes, en
Gorgias? Palabra lanzada a la posteridad en imploración, tras de tanto error intestino,
de un saldo favorable. En Tucídides, el contraste entre la orgullosa Atenas y
la Melos sacrificada significa un ceño de la Historia.
Sócrates
anda por las calles, descalzo y sin sombrero, predicando la conciencia en el
bien. Aún no bajaba la caridad hasta este valle hondo, oscuro. El bien le
parece cosa de la inteligencia, y ambos, cosa de la belleza. Al menos, hasta
donde es dable traslucir a Sócrates por entre la trama de Platón.
El
deslinde no es fácil, porque a Sócrates sólo le conocemos de oídas. Nunca, el cruel,
escribió una línea. Caso extremo del moralista. ¿Qué se le da a él de escribir?
¿Qué, si lo lean? La verdadera operación moral tiene que ser de viva voz, en el
fuego de los contactos. En principio, para el moralista, lo primero es la
presencia humana. Aquel hombre ausente, el lector, supone ya una relación
eminentemente intelectual. El diálogo directo, en Sócrates; la parábola, en Cristo:
estos son, para el moralista, los instrumentos por excelencia. El Buda escribe,
cierto, no sólo medita y predica. De sus manos, aunque sin su firma, viene un
tesoro novelístico. En sus palmas brota la espiga. Los granos, traídos por las escalas
del Oriente próximo —Persia, Arabia— llegan, entre otros, a los españoles Pedro
Alfonso y Don Juan Manuel; se derraman por la Edad Media de Europa: todavía
germinan, en el Renacimiento, con los Novellieni y con el teatro isabelino; aún
reverdecen, en nuestros días, transportados pon la ráfaga de las fábulas que a
todos visita. Pero en el Buda —sumo letrado y, por este concepto, hombre de
nuestro oficio— el orden intelectual domina sobre los otros órdenes, como en
Aristóteles o en Tomás de Aquino, aunque en manifestaciones muy diferentes. El
Cristo teórico, incorporación de un principio eterno, habla para toda la
humanidad. El Buda habla y dicta para el espíritu, accidentalmente repartido en
individuos transitorios. Aristóteles y Tomás, prendidos a las esencias,
escriben para todos los espíritus. Sócrates habla para sus coetáneos, y no le
importábamos nosotros, o al menos no nos tenía en la mente aunque no ignoraba
que sus enseñanzas serían imperecederas. Hasta donde es lícito el deslinde.
Por
suerte, junto al testimonio de Platón poseemos el de Jenofonte. Este excelente
narrador sin genio, tenía mucho menos que decir por su cuenta. Es de creer que
nos da de Sócrates una imagen más sobria; o para usar el lenguaje de nuestro
asunto, un retrato mínimo, desteñido. Con esto, y con uno que otro aviso
oportuno —aunque ya distante— del discípulo del discípulo, Aristóteles, no es
aventurado inferir a Sócrates y recomponer su silueta, dispersa en el
“spáragmos” a que lo sometían sus propias criaturas.
Por
desgracia, si Platón transfigura a Sócrates en la sollama de su genio —retrato
moral contaminado de autoretrato, por compenetración mágica entre las dos
personas del Diálogo de la Pintura, artista y modelo— Jenofonte sencillamente nos
engaña una que otra vez. ¿Pues no pone a disertar a Sócrates sobre la estrategia
en el Asia Menor, tema familiar al mercenario del Anábasis, no al
filósofo de las cigarras? Otra vez lo hace discurrir sobre agricultura, cuando bien
sabemos que Sócrates era el más urbano de los griegos. Al decir de Platón, “Los
árboles no tenían nada que enseñarle”. Interpretemos: Los árboles nunca
contestaban sus preguntas, no eran sujetos de mayéutica. La moral es
reciprocidad, simpatía. Para los socráticos y sus predecesores, el campo era física.
Los elementos se combinan, no se aman. El hombre los emplea, no los ama; no son
personas.
Lo que
a Sócrates le importaba es el hombre, o sea la conducta. Verdad o comento, un relato
lleno de sentido asegura que unos indostánicos, caídos en Atenas, fueron a
Sócrates y le preguntaron a qué oficio se dedicaba. —“Me dedico a investigar al
hombre.” Y los indostánicos se le reían a las barbas. —“¿Cómo quieres entender
al hombre, sin entender antes a los dioses?” No es difícil imaginar —retrato
hipotético— la sonrisa desengañada con que Sócrates los dejó decir, en silencio
aunque sin hurtarles los ojos.
Sócrates
era valiente, paciente y, en el sentido vulgar, descreído. Cabeza insobornable,
que ni el vino la trastornaba. Después del Banquete, mientras todos los
demás rodaban debajo de la mesa, helo que sale, tan campante, al fresquecillo
de la mañana, lamentando haberse quedado sin interlocutores. Era gloriosamente
feo, Sileno habitado por la Atenea, como los cofres o “silenas” que vendían en
el mercado. Cara de malas pasiones. Al que se lo dijo, le contestó: “Tú,
extranjero, me has conocido. Lo que pasa es que me contengo.” El menos engreído
de los hombres. Virtuoso sin melindres. No le asustaba la devoción de
Alcibíades muchacho tan muelle que pronunciaba “cuelvo” en vez de “cuervo”; peligroso
muchacho a quien él había salvado la vida en un combate, y a quien muchas
faltas le serán borradas —incluso la escandalosa mutilación de los Hermes— en gracia
de lo bien que supo querer y admirar a su Sócrates.
Sócrates,
pues —cuenta Jenofonte—, se acercó un día por casa del escultor Critón:
—¿Cómo
haces para infundir tanta vida a todos esos corredores, luchadores, púgiles y
atletas?
Critón
hizo un gesto de modestia, creyendo que se trataba de elogios y no, como en
Derecho se dice, de “absolver posiciones”.
—Ya
entiendo: es porque imitas las formas vivas.
Y la
respuesta vaga:
—Sí,
en efecto...
—¿De modo
que puedes también imitar, en las expresiones corporales del ademán, de la
mirada, lo que bulle detrás de ellos?
—Me
figuro que sí.
—Concluyo
que el secreto de la escultura, para que de veras tenga vitalidad, está en
imitar, mediante la forma, los afectos del ánimo.
No
conocemos bien a Critón. No sabemos si, ante este descubrimiento de Sócrates
sobre el valor jeroglífico de la forma, Critón, sólo interesado —al igual de
muchos plásticos— por resolver extremos de técnica, habrá dicho para sí, como
el olmo en cierta fábula nunca escrita: “¿De modo
que yo, el olmo, produzco
peras?”
Otro
día, Sócrates se pasó por la casa del pintor Parrasio.
—Entiendo
—comenzó—— que el arte de pintar consiste en representar, por medio de colores,
las cosas que los ojos captan. Pero veo, además, que cuando los pintones
representáis una figura hermosa, como la naturaleza es incapaz de producir un
hombre perfecto, a uno le pedís prestado esto, y lo otro al de más allá,
procediendo a la selección de las partes que en cada uno encontráis más bellas.
Parrasio
—en boca cerrada no entran moscas— contesta con algo que pudiera traducirse
así:
—M-m…
Ahora
vas a ver, Parrasio, con quién tienes que habértelas:
—Pero dime
¿puedes imitar también un alma graciosa y dulce? ¿O es que el pincel no atrapa
el alma?
Parrasio,
negando con la cabeza:
—M-m!
Sócrates ¡pero si el alma no es visible, no tiene forma, color, proporciones;
no tiene calidad, ni peso!...
Y
aunque Jenofonte no lo cuenta, yo creo que Parrasio, para apoyar sus
explicaciones, comenzó aquí a darse importancia y a dibujar con el pulgar en el
aire, ese gestecillo tan antipático.
—Bien,
bien, Parrasio. Pero dime: la expresión graciosa y dulce de un alma ¿no sale a
los ojos, a la cara?
—Eso
ya es otra cosa —consiente Parrasio.
—¿Y acaso
no puedes reproducir esta expresión impresa en la cara, en los ojos?
—Claro
que sí.
—Entonces
también puedes representar los afectos del ánimo.
—Cierto,
cierto.
Detengámonos
a saben qué ha pasado. Pasa que Sócrates busca en las artes la expresión moral.
En el curso de la charla, habla de los caracteres odiosos o atractivos, de los temperamentos
amigables o ariscos. Todo ello puede ser asunto de la pintura.
La lección
es breve; las consecuencias, largas.
El
naturalista Plinio, escritor tan inteligente y ameno como el naturalista
Buffon, cuenta que Timantes, en su Sacrificio de Ifigenia, tras
de pintar los rostros de todos los personajes transidos de dolor, todavía
consiguió acentuar la imagen de la angustia en Menelao, el tío paterno de la
víctima. ¡Ah, pero Agamemnón, el padre, condenado a presenciar la muerte de su
hija para que las naves aqueas —según la sentencia a los adivinos— puedan
seguir el rumbo hacia Ilión!. -. Aquí Timantes, no pudiendo ya
subir el tono en la pintura de lo patético, echó mano de un buen recurso: Agamemnón
se cubre la cara con el manto. Si este caso es posterior al ataque socrático en
el taller de Parrasio —que sin duda fue muy discutido en todas las tertulias de
Atenas— la reticencia de Timantes puede considerarse como un acatamiento a la
doctrina de la expresión moral.
En
cuanto a Parrasio, parece que la reacción fue más grave. Parrasio se había
especializado en las figuras masculinas, como Zeuxis en las femeninas. Se
recuerdan su Teseo, su Áyax y Odiseo disputándose las armas de Aquiles. Y aunque
Quintiliano le llamará más tarde “dibujante severo” los griegos —que entendían
mejor de estos achaques y conocieron a Parrasio de cerca— le notaban la
sensualidad licenciosa y hasta le pusieron un apodo alusivo. Sospecho que Critón,
a lo mejor, pudo ser un artista más interesado en la técnica que en las
doctrinas ético-estéticas. De Parrasio es menos incierto afirmarlo, hasta el
día de la memorable irrupción de Sócrates. De él es sabido que se divertía en
buscar efectos de ilusionismo. Zeuxis vino a sorprenderlo con sus naturalezas
muertas: unas frutas pintadas tan al vivo que los pájaros querían picotearlas.
“Aparta —le dijo Parrasio— aquella cortina para que podamos ver mejor.” Y
Zeuxis, burlado, descubrió de pronto que alargaba la mano hacia un cuadro de
Parrasio que representaba una cortina. Zeuxis había engañado a los pájaros.
Pase por ésta. ¡Pero Parrasio había engañado nada menos que al maestro Zeuxis!
Sócrates,
que escogía bien sus blancos, tal vez quiso alejan a Parrasio de estos juegos
inferiores, tal vez quiso concentrarlo en empresas más nobles, como aquella
alegoría del pueblo ateniense, donde el pintor consiguió dotar cada rostro de una
intención distinta. Y el cauterio no resultó inútil. Pero Parrasio aprovechó la
lección a lo artista, no a lo moralista. Se interesó cada vez más por la
expresión del dolor, no por el dolor. A creer a Séneca, Parrasio compró años
más tarde a uno de los olintianos que Filipo hizo vender como esclavos, y —tranquilamente——
le mandó dar tortura para estudiar con toda frialdad, con absoluto candor de
demiurgo plástico, las muecas y las contorsiones del martirio. (La verdad es
que esta anécdota, parecida a la de Miguel Ángel, presenta dificultades
cronológicas).
En
todo caso, la lección de Sócrates, en aquella época, hacía de vacuna. Hoy,
aunque sea por acumulación de experiencias, estamos ya inmunizados. Buscamos
“eso” en la pintura, o buscamos muchas otras cosas. Pero, en materia de retrato,
no hay más remedio que atenerse a la expresión moral. Lo cual no quiere decir
que el artista deba atenerse a los procedimientos de la imitación realista. A
cada paso tropieza el pensamiento con las perversiones que el uso va produciendo
en las palabras. La “imitación”, de que tanto hablaban los antiguos y que ellos
entendían como “representación de la naturaleza”, con una latitud bastante
aceptable, acabó por convertirse —tomada al pie de la letra— en un precepto
esterilizador. Para rectificar el estrecho punto de vista que se ha dado en
llamar realismo, no hace falta sumergirse en grandes honduras estéticas.
Cualquier naturaleza sincera reconoce la verdad moral en aquel retrato de
Mallarmé que Whistler dibujó en una hojita de papel de fumar, con unas cuantas
rayas de lápiz. Nada más real, nada menos realista. Nos comunica la
electricidad de una plena presencia. Ahí está el poeta en alma entera. No en
cuerpo entero, porque para la verdad moral del retrato sobraban muchas
redundancias del cuerpo. De modo que si Parrasio, según Sócrates, construía un
arquetipo de la figura humana mediante la selección de partes escogidas entre
un conjunto de individuos, el pintor moderno acierta a representan la intención
de un individuo —su verdad moral— por la selección y aprovechamiento de las
únicas partes expresivas que el mismo individuo trae en su envoltura corpórea.
El
ejemplo más agudo de este procedimiento nos lo da la caricatura. Es de común
experiencia encontrar mayor verdad en tal caricatura que en tal retrato. ¿Dónde
está el misterio de la caricatura? La caricatura es una etimología de la
persona. Es una investigación en las tendencias, en las direcciones de un carácter.
Las tendencias han sido exageradas, para mejor rastrearlas, como el anatómico
inyecta una vena para mejor recalcar su derrotero entre los tejidos. El foco eléctrico
queda reducido a la fibra incandescente, al esqueleto de luz Aristóteles,
hablando de muy otro asunto, ha definido así este principio: “Las cosas —dice—,
las cosas son sus tendencias”.
Exageremos
a nuestra vez la frase, para mejor acusar su sentido: “Las cosas son ya sus
tendencias.” Regla del pensar ontológico, guía del pensar crítico; puesto que
una vez establecida la tendencia con nitidez, siempre es fácil jalonar el punto
en que se detuvo, al manifestarse en cada humilde fenómeno. Así, el candoroso,
que ignoraba la reputación y los antecedentes de Sócrates, hacía una caricatura
hablada de Sócrates cuando le vio cara de mala persona. Sincero hasta la
muerte, Sócrates confesó que su único mérito era reconocer sus malas tendencias
y evitar que lo dominaran. Sócrates, así, jalonaba el hito de aborto voluntario
en el desarrollo de la tendencia. Este jalonar es la moral, arte de operar sobre
la naturaleza de acuerdo con una idea del bien libremente escogida. Vemos aquí
de qué manera el retrato nos lleva a la doctrina moral.
Pero
demos un paso más. Si la moral es psicacogía o cuidado de la conducta, está
gobernada por un desenvolvimiento en el suceder, en el tiempo. El retrato moral
supone una implicación de tiempo. ¿Cómo reducir a especie comprensible la
operación de la pintura en el tiempo? Terrible noción la del tiempo. El
filósofo argentino Francisco Romero ha escrito: “El tiempo ha vivido
filosóficamente de incógnito hasta hace unas decenas de años.” En efecto, son
dos los motivos de su pasada desventura: primero su índole difícil, fugaz;
segundo, las malas compañías, sus contubernios con el espacio. A ver: acudamos
al distingo. Por una parte hay el tiempo real, el sentimiento de un despliegue
interior, de un transporte y flujo que no fluye ni transporta nada sino un
sabor de flujo y transporte, una música sin melodía ni notas que es lo que más
se parece al alma, la durée réelle de Bergson, que —bajo la autoridad
del Marqués de Santillana— pudiéramos llamar en nuestra lengua la “durada”
real. Por otra parte, hay el tiempo físico, el de la ciencia, el que miden los
relojes, el tiempo acostado sobre el espacio, el tiempo como lapso dé un
movimiento, de un movimiento que a su vez se acuesta sobre el espacio para
darnos ese estetograma que se dice la trayectoria. Si el reloj se considera
como un absoluto, como una referencia estática, tenemos la física de Newton. Si
el reloj es una referencia relativa, puesto que en la realidad sólo puede haber
puntos fijos por convención, si el pretendido punto estático sufre a su vez una
corrosión temporal desde el instante en que vive transportado, tenemos la
física de Einstein. Pero hechos estos distingos abstractos, volvamos a
disolverlos en el fenómeno artístico, el cual opera en concretos intuitivos. La
emoción estética de la pintura y el ser material de la pintura anudan inefablemente
las representaciones del tiempo.
¿Cómo
así? ¿No se ha dicho siempre que la pintura es arte del espacio, contrapuesta a
las artes del tiempo, o sea a la literatura y a la música? ¿No se ha dicho que
la única síntesis artística se encuentra en la danza, donde hay a la vez figura
y sucesión? Esta digresión nos llevaría muy lejos. Hay que reinterpretar los
motivos del Laocoonte de Lessing a la luz de nuevas experiencias, hoy
que contamos con una pintura antes insospechada, con un espacio pictórico que
se mueve, luego se mueve en el tiempo físico: el cinematógrafo. Hay que
preguntarse si los que parecían principios absolutos no son más que reglas
descriptivas del objeto artístico, en un solo instante de su historia. Dejémoslo
ahí; no nos desviemos con la fotografía disolvente. Vamos otra vez a la pintura
estable, a la Pintura.
Espacio
fijo la pintura sólo puede referirse al tiempo por implicaciones simbólicas,
por ideograma. El paisaje del siglo xix, por ejemplo, nos presenta con
frecuencia la nube de tempestad. Ya sabemos que la nube es cambiante, y más si
agitada por la tormenta. Ora finge figuras de lobo, de leopardo y de toro, como
en Aristófanes; ora, como en el Hamlet, un camello, una comadreja, una
ballena. Pues bien, el paisaje, en este flujo posible, recorta un instante. Y
el flujo posible queda suspenso en el alma, como evocación. El valor pictórico
está en el recorte, en la coagulación ofrecida. Pero las implicaciones
psicológicas de la mundanza giran en torno. El ideograma de tiempo es aquí una
mera alusión.
Pero
otras veces, y singularmente en el retrato, la referencia al tiempo, más que un
sentido de alto en la marcha, asume un sentido de remate, de suma final, de
efecto general de los cambios. Mejor es tratarlo por parábolas:
Recuerdo
ahora que Valle-Inclán explicaba la quietud de algunos retratos de Velázquez
por un efecto del cambio de luz a lo largo de las horas del día, en aquellos
galerones del Palacio Real donde pintaba. El continuo cambio —venía a decir—
conduce al estatismo, al quietismo molinista. El accidente desaparece, queda la
esencia. Velázquez no pinta lo que pasa, sino lo que perdura. No ve el flemón
que le salió aquel día al buen señor. No la mañana o la tarde, ve la luz total.
No pinta la hora, pinta el tiempo. Discutible, pero digno de la discusión. ¿Qué
parangón, desde luego, entre la teoría socrática y la ramoniana? Cae de su
peso: Don Ramón buscaba en los cuadros una mística, como Sócrates andaba buscando
una moral. La moral, conducta, es especie de la elaboración en el tiempo. El
molinismo, mística, encamina a una anulación del cambio en el tiempo. No
podemos alejarnos del tiempo.
Lo
cual me conduce a otro recuerdo: sin ser Sócrates, yo suelo charlar con los
artistas. Como le acontecía a Sócrates, es posible que yo también, algunas
veces, busque en los cuadros la pintura, y además... (aquí un coeficiente
indeciso) - Me abstengo generalmente de decir a los artistas,
todo lo que se me ocurre, para no importunarlos. Critón y Parrasio no padecían
por las teorías: creadores, gente de una pieza, almas en bloque. Critón y
Parrasio apenas le contestaban a Sócrates. Es mejor no distraerlos. Es mejor
que sigan trabajando. Siempre me interesaron más las tallas directas de Mateo Hernández
que sus divagaciones estéticas. Pero Mudo se explicaba mejor con la espada que
con la lengua, dijo el Cid. Mateo se explicaba bien con los cinceles. Cuando
los dejaba de lado, le daba por desvariar -como él decía— sobre el arte de los
“egicios”.
Pues
bien, hace muchos años cierto pintor, cuyo nombre no viene al caso, me dijo:
—Lo
importante no es pintar la cara que el señor se ve en el espejo al afeitarse,
sino aquella cara con que la posteridad de veras habrá de imaginarlo.
La posteridad: he aquí, en esta teoría
anónima, una nueva intromisión del tiempo, y ahora bajo especie de saldo. Sea
el saldo por abstracción de accidentes, o teoría ramoniana; sea el saldo por
juicio final, por sentencia sobre el movimiento cerrado de una vida, teoría
socrática. Hay aquí de todo a la vez: psicología, estética, ética. Cuando el
hombre se acerca a un peligro de muerte, como si la conciencia quisiera enriquecerse
por compensación al saber que se acerca el término, se echa de un golpe sobre
todo su caudal, sobre el pasado, y lo condensa en la memoria vertiginosa de un
solo instante. Cuando el hombre se acerca a su retrato, se diría que en la
mente artística —según la teoría que analizo—tiene que operarse bruscamente una
condensación pareja, con vistas a la posteridad. En cierto modo, el retrato es un
peligro de muerte.
La teoría anónima contiene algo más: la
autenticidad del retrato desligada ya de su modelo; la autenticidad del retrato
como representación subjetiva de lo que ha podido ser el hombre. ¿Y qué es lo
que nos garantiza, a los “pósteros”, la autenticidad de un retrato de ayer,
siempre tinto en la vaga melancolía de las cosas desaparecidas? ¿Aquí damos
vuelco a la noción y le encontramos su fondo verdadero. El valor estético, he
aquí nuestra única garantía; el valor estético que nos obsequia una unidad
psicológica y algo ya como un paradigma; una armonía que se impone como
necesaria, y a través de la cual el retrato evoluciona desde el individuo hasta
la abstracción, cualquiera que sea el punto de arranque, hombre mortal o mito
imperecedero. ¿Quién revoca a duda la autenticidad del Caballero de la mano
al pecho? La confirma una necesidad superior a las contingencias. Así fue
él, no nos cabe duda; así concibe la imaginación a un hombre de su categoría
humana. Y si él no fue así, él se equivocó sobre sí mismo. La expresión
artística ofusca el pretexto real que la provoca, el retrato se desprende de su
modelo, como el edificio de su andamio, y echa a vivir por cuenta propia. El
señor, que quería perdurar en su retrato ha sido burlado. El retrato absorbió al
señor, mató al señor. Vampiro del hombre, el retrato. Y si es el mito, ved a la
Eva expulsada, del Masaccio. Adán, como el Agamemnón de Timantes,
solloza a su lado cubriéndose la cara, imagen del dolor varonil que prefiere
“llorar como la fuente escondida” según la palabra del poeta. Eva en tanto
—portento de agobio y de vergüenza—, como la hembra siempre se da, nos da la
cara desolada, los ojos hinchados de llanto, y es tan consistente como la caída
de la mujer eterna. Ya no nos importa para nada la pobre criatura mortal que sirvió
un día de modelo, de alimento al Minotauro de la Pintura. Ésta es la verdad del
arte. Por consecuencia, ésta es la moral del arte.
Los
hombres se echan a perder con la mala educación casual que la vida les va
imponiendo. Pero los niños tal vez lo entiendan, ellos que nunca disimulan su
exigencia moral. Yo conocí un niño, hijo de soldado, criado en el ambiente del
cuartel. Salió del sarampión, y lo llevaron a la iglesia a que diera gracias al
cielo. Lo pusieron ante un Crucifijo lamentable. El niño permanecía impávido.
—Anda
—le decían—, dale las gracias a Dios.
Y el
niño:
—¿Pero
ése es Dios? ¡Ése será su asistente!
Si
esto no significa, por negativa, el reconocimiento de la verdad moral en las
antes, yo no sé lo que signifique.
Sobre esta noción de humana
síntesis y armonía de necesidades interiores que el retrato expresa, es
inevitable, aunque se haya hecho mil veces, volver sobre la sonrisa de la Gioconda.
Permitid que cite una vieja página: “Aquella insondable sonrisa, siempre
adornada con un toque siniestro, perseguida siempre en múltiples tanteos
juveniles en torno a los trazos del Verrochio, que un día se deja aprisionar,
adormecida al halago de las flautas de los bufones, como una paloma viva que
cae poco a poco bajo el hipnotismo de la serpiente.” Walter Pater ha cantado
así a Mona Lisa, más viva en la posteridad de los lienzos que en el ropaje
carnal de un día:
Todos los pensamientos y la experiencia del
mundo se juntaron y acuñaron aquí, en cuanto tienen poder para refinar y hacer expresivas
las formas exteriores: el animalismo de Grecia, la gula de Roma, el ensueño de
la Edad Media hecho de anhelo espiritual y de amor meditabundo, la vuelta a las
cosas paganas y los pecados de los Borgias. Es más antigua que las rocas que la
circundan. Como el vampiro, ha muerto ya muchas veces y ha arrebatado su
secreto a la tumba. Ha buceado en mares profundos, de donde trae esa luz mortecina
en que aparece bañada. Ha traficado en raros tejidos con los mercaderes de
Oriente. Fue, como Leda, madre de la Helena de Troya y, como Santa Ana, fue
madre de María. Y todo esto, a sus ojos, no significa más que el rumoreo de
aquellas liras y flautas que entretenían su sonrisa. Ni vive ya todo ello sino en
la delicada insistencia con que todo ello pudo modelar sus rasgos mudables, dar
tinte a sus párpados y a sus manos.
La
idea de la luz reposada, de que Valle-Inclán hablaba a su manera, y la
inevitable aparición de Leonardo, todavía despiertan en mí otro recuerdo, que
ya sólo toco a manera de disgresión de amor. Paseaba una tarde por la galería
de los Oficios. A la hora en que la luz comienza a amenguar, me encontré frente
a la Adoración de los Magos, una obra no acabada, como tantas cosas de
aquel investigador incansable. Acaso haya en este cuadro menos fervor que en
todas las “Adoraciones” que conozco. En cambio, posee, entre todas ellas, una
cualidad única, de ruido y de entusiasmo. La multitud se agolpa en torno a la
Virgen y al Niño con un movimiento de acometida, como una ola curiosa. Andan
por lo alto los fardos de presentes. En el fondo, los caballos de los Reyes
Magos se encabritan. Y conforme caía la tarde, el cuadro, que por lo demás es
muy nítido me pareció que emergía con más vigor. Al volver a la posada
florentina, creí descifrar el enigma con cierto pasaje encontrado al azar entre
los cuadernos de notas de Leonardo, pasaje en que advierte que las caras dejan
ver mejor su carácter bajo un cielo nublado: “Prefiere para tu retrato —dice—
la hora del atardecer, cuando hay vaguedades y nieblas, porque ésa es la hora de
la luz perfecta”.
Y en
fin, para hablar de lo que ignoramos menos, trataremos ahora del retrato, no ya
como objeto artístico, sino como palabra. Permítase a un alumno de la Gramática
el decir aquí que, antes del verbo “retratar” —verbo de segunda intención y ya
derivado del sustantivo “retrato”— encontramos en los viejos libros el verbo
“retraer”, en la acepción de reducir y concentrar una cosa; de sacar “retractos”
(cuasi “extractos”), de extraer quinta-esencias; o dicho de otro modo, de
“rompre l’os et sucer la substantifique moelle” como lo hace el perro de
Rabelais, bestia entre todas filosófica.
Así, en el Retrato de la Lozana Andaluza —libro
de erudición escabrosa, libro que lleva en la frente la fecha fatídica del saco
de Roma por el Condestable de Borbón, y que apareció en Venecia el año de 1528—
el autor dice, refiriéndose a lo que en su obra retrata: “quise retraer muchas cosas retrayendo
una, y retraje lo que vi que se debía retraer”. Y más
adelante, el autor mismo se enfrenta con sus personajes, se mete de rondón en
su propia novela. Sus personajes lo convidan a pasar un rato alegre en su
compañía. Pero él, curándose en salud: “...No quiero ir, porque dicen después que
no hago sino mirar y notar lo que pasa, para escribir después y que saco
dechados”. Gran retratista el autor Francisco Delgado. De su libro dijo Don
Marcelino: “Caso fulminante de realismo fotográfico.” Como prevenía el sargento
instructor: “Aquí lo enseñamos todo, no es como en infantería.” Allí se ve todo
y se ve de todo. Allí se oye todo, hasta los jadeos íntimos de la alcoba. El
sacan dechados, el retraer, el retratar tan a lo vivo, le ocasionaban a Delgado
muchos disgustos. Por eso prefiere no ir a la fiesta. Y es que el retraer es
hechicería que roba la sustancia de los modelos, se adueña de su voluntad y la
somete al retratista. Ya lo hemos dicho: el retrato es un peligro de muerte, vampiro
del hombre su retrato. Por algo el retratista encuentra una sorda resistencia
en el no sofisticado, en el primitivo. Cuando él se acerca, tiembla el ave
supersticiosa que anida en el pecho. El salvaje huye de la Kodak, porque el que
se lleva su imagen se le lleva su albedrío, su doble, su cuerpo astral. Donan
Gray descarga en su retrato, en su doble, la decadencia progresiva de su
carácter, su creciente crueldad, su acrimonia, su vicio, su envejecimiento,
como el Dr. Jekyll los almacenaba en Mr. Hyde. Donan Gray se conserva incólume:
sólo en el retrato se advierten las cicatrices de los años y los errores. Pero
Donan Gray ha venido a ser la mentira. Es él —modelo— quien se engaña. La
verdad pasa a su retrato. Hasta que un día, Dorian Gray es atraído hacia la
muerte, magnéticamente, por su retrato, por su retrato cansado ya de la mentira
real.
No
aconteció de otra suerte con aquel otro snob de Tespio, el descubridor
del retrato, el hermoso turbador Narciso, el primero que vio el reflejo de su
imagen y, cediendo al misterioso imán, se dejó caer en las aguas.
México, septiembre de 1940
Obras Completas de Alfonso Reyes,
Tomo XVII, México, Fondo de Cultura Económica, 1965, pp. 382-397.