En el nombre de Hesíodo


En el nombre de Hesíodo
Alfonso Reyes

Dondequiera que, entre la algazara de los días, el hombre consigue un instante de concentración para entregarse a los secretos deleites del trabajo; donde el labriego empuja la corva mancera y consulta con los ojos los avisos del cielo, allí preside, como una sombra tutelar, el grave y sufrido poeta de las montañas beocias.
“Deja, hermano Perses, el ágora ruidosa; olvida el pleitear constante y la envidia del bien ajeno. ¿No escuchas la voz de la tierra? ¿No sabes que te está esperando la futura cosecha? ¿No sientes palpitar en ti mismo el ansia viril de la agricultura? El secreto de la vida frugal ha sido robado a los mortales, para que cada día lo descubran con trabajo. Alégrate de tu pequeña porción y, sin mirar lo que sobre en la mesa de los demás, recuerda que a menudo la mitad vale más que el todo y que, a trueque de nutrirte con humildes malvas y asfodelos, has comprado tu libertad.” Así, más o menos, y parafraseando libremente, venía a decir el viejo Hesíodo.
El día y el trabajo, el tiempo y la acción (la acción que es la fiesta del hombre, sentencia Goethe) tales son los términos de nuestro universo. Mientras sólo nos dejamos transportar por los días, somos un ligero corcho que flota en la corriente: la vida nos vive y no la vivimos nosotros. Sólo cuando injertamos en los días los trabajos estamos viviendo por obra propia. ¡Oh hermano Perses, tú que escuchas la radio y lees el periódico para que ellos hablen y canten por ti, a ver si comienzas por ti mismo la música y el verbo de tus propias acciones! El sol no espera, pasan los días. Mientras llega la hora de tu reposo, cundan tus trabajos.
Hesíodo aparece a la imaginación como una negativa de Homero. Lo que en Homero es luz y sonrisa, en Hesíodo es melancolía y penumbra. El bardo cortesano, cuyo nombre dicen que significa “rehén”, ha sido entregado como prenda de reconciliación a los príncipes nórdicos, los rubios invasores aqueos. Con las rudas supersticiones antropomórficas de aquellos gigantones, ha fraguado, para el deleite de los festines, aquel Olimpo que está ya en la línea de las operetas de Offenbach, aquel “revolcadero de dioses” que a él mismo no le inspira mucho respeto, y que con razón Heródoto consideraba ni más ni menos que como una mera “composición poética”.
Hesíodo, en cambio, al trazar el cuadro de las edades, ha sentido ya que la radiosa época heroica o Edad Media helénica es una interrupción en la continuidad normal de su pueblo. Provechosa sin duda, puesto que sacude los cimientos de la vetusta cultura egea e impide que ella se paralice en las momificaciones de Egipto y Babilonia; pero interrupción en suma.
Él no canta para los banquetes de los rubios conquistadores. Canta para su pueblo moreno, para el mediterráneo autóctono que fundó las bases de la filosofía y de la ciencia, sobre la lenta germinación, enterrada como los misterios agrarios, de aquellas antiguas civilizaciones que datan desde los días de Minos y su imperio marítimo.
Canta para la rueda de pastores que se juntan al amor de la hoguera, apretándose los pies doloridos, hinchados de fatiga. Los que consultan la hora en el curso de las estrellas, y en el canto de la grulla, los anuncios de la estación. ¡Que le hablen a él de los salvadores exóticos, de las razas privilegiadas que llegan de fuera a repartirse lo que es nuestro, llamándole honor al cuchillo!
Él viene de muy adentro del pueblo. Se crió su creencia a pechos de la Diosa Madre. Sabe de los númenes que atraviesan la muerte en la sucesión incansable del invierno y la primavera. Adora la crústula que revienta en los nuevos brotes vegetales, el renoval y el tardo olivo, el jarro que se hace con las manos, la miel cultivada en los panales domésticos. Hijo de la sabiduría hereditaria, todo le parece sagrado cuando lo toca el trabajo humano, como a aquella santa castellana que decía a las monjas de su convento, predicándoles el cuidado de las faenas diarias: “Entre los pucheros anda Dios, hijas.”
En Askra, al pie del Helicón, “donde en invierno reina el frío pavoroso y en verano agobian los calores”; en la dura escuela de la necesidad, Hesíodo afirma su esperanza. No todo ha de ser contienda, “la hija de la perversa noche”. Por entre la oscura fuerza devastadora, que deshace a los pueblos, se ve adelantar otra virtud; aquella que mueve al necesitado, a las naciones postradas, a los que defienden —contra el ciego orgullo— su derecho a alimentar el sueño de felicidad y de justicia.
Hay otra victoria más alta que los éxitos de la violencia; y las reglas de los oficios, de labradores y marineros, son más dignas del canto épico. Suba, pues, el olor de la buena tierra bajo las caricias del cielo. Confíen las antiguas razas en el premio que nace del cultivo propio, más que en la conquista de lo ajeno. El trabajo contra la guerra, tal pudiera ser la enseña americana: el bien contra el mal; el sí contra el no.
¿A qué viene este breve viaje por la antigua poesía? A recordar que las inquietudes actuales son eternas; eterna la maldición contra el hermano que despojó al hermano; eterna la condenación del orgullo; eterna la exaltación, eterno el valor de los humildes. El bien contra el mal; el sí contra el no. ¡Trabaja, trabaja imprudente Perses, en las obras que el destino te impuso! No te veas un día, con tu mujer y tus hijos, mendigando a la puerta de los que hoy halagan tus pasiones, para después esclavizarte en nombre del fuero de la sangre y del color de la piel. Pueblo moreno como tu suelo: aquí está, en tu tierra americana, y no en las cortes militares de los aqueos, el secreto de tu salvación.*

* El Nacional, México, 1° de abril de 1941

Obras Completas de Alfonso Reyes, tomo XVII, México, Fondo de Cultura Económica, 1965, pp. 265-268.