Entender
y entenderse
Eduardo Nicol
Nos quejamos
del error y queremos ser infalibles. Dicen que la ambición del hombre no tiene
límites y que su existencia es una inquietud sin tregua, pues una capacidad
finita no puede nunca realizar un deseo infinito. Pero sí tiene límites nuestra
ambición: son los de la realidad misma. Podemos desearlo todo. Sólo fuera
infinito el deseo si lo fuera también lo que existe, y esto no nos consta. El
deseo sólo alcanza hasta donde llega el conocimiento. Y pienso que nos exaspera
el error en que incurrimos fatalmente, porque esta flaqueza del saber es
impedimento que se nos cruza en la vía del deseo; estorbo innecesario,
suponemos, pues no viene impuesto por los límites mismos de la realidad, sino
que nos deja más acá, paralizados antes de llegar a ellos. El conocimiento es
una forma de posesión, y el error es como una frustración del deseo supremo.
Desde Platón, los más prudentes se
resignan a no saberlo todo, a no poseerlo todo. Pero éstos, porque son sabios y
renuncian a lo imposible, son precisamente los que más exigencias le imponen al
conocimiento. No podremos conocerlo todo, pero lo poco o mucho que se nos
alcance ha de ser conocido con rigor: a fondo, sin errores ni ambigüedades. Si
la verdad no llega a iluminar todos los confines de lo real, por lo menos
esperemos que nos aclare algunos sectores, y que sobre éstos podamos decir
palabras con sentido unívoco, inteligibles para todos.
Sin embargo, la prudencia de los sabios
tal vez no haya llegado hasta el extremo de modestia que requiere nuestro
comercio con las cosas. Sobre todo, nuestro comercio con los demás hombres,
puesto que se trata de ellos, más que de las cosas, cuando de palabras se
trata. La univocidad de la palabra se ha querido determinar siempre en relación
con la cosa que ella designa. Una palabra es unívoca, es decir, tiene un
sentido definido, y sólo uno, cuando representa un objeto cualquiera particular
o genérico, concreto o abstracto, real o ideal, pero sólo uno. De esta suerte,
el símbolo verbal cubre el objeto con tal perfección que no dice más, ni dice
menos, de lo estrictamente necesario para designarlo, y para que la alusión
excluya toda posible confusión y ambigüedad. Triángulo quiere decir triángulo,
y no otra cosa. Londres quiere decir Londres, y nada más; Sócrates quiere decir
Sócrates. Pero, libertad ¿qué quiere decir? ¿Y justicia? ¿Y vida? ¿Y verdad? No
podemos, al parecer, inventar una manera de que estas palabras signifiquen una
misma cosa para todos. Son palabras equívocas, ambiguas.
Lo que justicia, libertad y verdad
significan para cada uno es de una importancia suprema. ¿Será que no podemos
entendernos sobre lo más importante de la vida; que sólo resultan claras las
palabras que designan hechos, lugares, personas o conceptos matemáticos, y que
en cambio nuestra vida la empeñamos en principios que no pueden definirse? A
pesar del trastorno de estos tiempos, todavía quedan hombres que viven para la
verdad, o defendiendo a la justicia, y dispuestos a morir por ellas. Es decir,
que viven y mueren por unas ambigüedades, lo cual es una paradoja. Y pienso que
cuando nos sale al paso una paradoja tamaña, debemos detenernos a examinar qué
pueda haber detrás de ella.
No es insensato defender la libertad,
morir por la justicia, ir buscando la verdad. Lo insensato es creer que estas
palabras hayan de significar lo mismo para todos, en cualquier tiempo y lugar.
Si pudieran definirse como el área de un triángulo, se acabarían las
discordias. No hay discordancias sobre el valor de los tres ángulos, porque
éstos no existen ni valen; no significan nada: por esto nos ponemos de acuerdo
sobre su significación. La univocidad o ambigüedad de las palabras no se
determina, como se ha creído tradicionalmente, en la sola relación que guardan
con la cosa designada, sino principalmente en la relación que mantiene quien
las usa con quien las entiende.
Pasan en filosofía cosas muy
sorprendentes, y una de ellas es que la lógica nos haya privado de ver el
sentido verdadero y la finalidad vital del lenguaje, siendo así que logos
significa radicalmente las dos cosas. En cuanto nos salimos del lenguaje usual,
y pretendemos “hacer ciencia” imponiendo cierto rigor a nuestras expresiones,
nos olvidamos de que la palabra, como toda expresión, es un diálogo; y que lo
más importante en el diálogo son los dos interlocutores, y no la cosa de que
están hablando. Entonces pretendemos tallar nuestras palabras a la medida justa
de las cosas. ¿Por qué lo hacemos así? ¿Para evitar el error? Tal vez. Pero el
error queremos evitarlo, no tanto para que las cosas luzcan esos suntuosos
trajes simbólicos con que las revestimos, sino porque, sin errores, el diálogo
es más fácil. Dos personas pueden discrepar, pero se entienden si las dos
emplean las mismas palabras en los mismos sentidos. Para discrepar es necesario
entenderse, y nos importa siempre más entendernos que coincidir. Por esto
deseamos que nuestros símbolos verbales sean unívocos. ¿De qué nos serviría
delimitar bien la cosa con la palabra, si la palabra misma permaneciese callada?
Pero no precisamente porque los
símbolos son mediaciones, o sean medios de comunicación entre dos
entendimientos, las palabras son siempre unívocas, apuntan a dos sitios
diferentes: hacia los dos interlocutores. La palabra es esencialmente
ambigüedad. Aunque hayamos definido su sentido con todo rigor lógico, su empleo
efectivo tiene un carácter dialéctico: el sentido de una palabra no depende
solamente de quien la emplea. La palabra se hizo para ser entendida, y su
sentido depende de quien la entiende: es una relación vital, tanto o más que
una definición objetiva. Cuando la lógica nos habla de la significación
intencional de la palabra, ha de advertir que dicha intención no se endereza
solamente al objeto, sino al otro sujeto, con vistas al cual adquiere la palabra
la vida que tiene. Toda expresión, por esto, requiere una interpretación.
Entender es interpretar lo que nos dicen los demás, y no sólo definir lo que
sean las cosas. Cuando las definimos, la palabra no ha cumplido todavía su
misión: la cumple cabalmente cuando el otro nos entendió.
Lo cual quiere decir, respecto de la
lógica, que ésta tiene que incluir una hermenéutica bien diferente de la que se
inicia en el tratado De interpretatione
aristotélico. Y respecto de la vida, esto quiere decir que el entendimiento se
ciega cuando mira a las cosas solamente; que para entender hay que mirar al
otro, y que para esta tarea hay que revestirse de toda la paciencia que
requiere una interpretación bien intencionada.
Y si todavía nos cupiera al respecto
alguna duda, advirtamos cómo las palabras más unívocas, las más rigurosamente
definidas, son las más vacías de significación real. Los símbolos matemáticos
no significan realmente nada; por esto nos atrevemos a decir que ellos tienen
una significación. En verdad, no tienen ninguna. Mientras que las palabras más
cargadas de significación, aquellas que designan los valores más altos y las
cosas más apreciadas, éstas son tremendamente equívocas. De ahí la más honda
humildad a que nos obliga esta curiosa revisión de la lógica que ahora estamos
efectuando. Es necesario inclinarse ante la esencial ambigüedad de toda palabra
que podamos emplear para hablar de ellas. Y como para entenderlas es necesario
el concurso del entendimiento ajeno, tratemos de entendernos, antes que de
entenderlas. Se ha visto siempre que, en cuestiones vitales ―por ejemplo la
política―, cuanto más rigurosas son las definiciones verbales, tanto más hondas
son las divisiones que producen entre los hombres. La lógica puede ser un
estorbo para la ética.
4 de enero de 1951
Las ideas y los días, México, Afínita, 2007, pp. 331-334.