Dos ensayos


El tráfico como un fluido
Javier Cruz
¿Por qué no pasarse un semáforo en rojo?
Por ejemplo: a las 5:50 de la tarde el semáforo está en rojo en la esquina de Cantera Moctezuma y Río Magdalena, en la ciudad de México. Mi automóvil (minúsculo) impide que el suv justo detrás abandone la estrechez de Cantera Moctezuma, que es una callejuela, y zumbe libremente por la avenida Río Magdalena, por donde casi no circula nadie. Pero yo mantengo a mi auto en reposo obstinado, en exasperante obediencia de la señal de tráfico. Semáforo en rojo: alto.
¿Por qué no ceder al pitido impaciente del suv? No es una cuestión de hormonas en lucha, mi testosterona contra los efluvios desatados de un trailero hirsuto, tatuado y con el cráneo sujeto por un paliacate negro con plata. No: el suv en cuestión es conducido por una hembra madurita, cuarentona, más bien pequeñaja, discretamente maquillada, pelo manipulado en un salón de belleza, de apariencia apacible.
Apacible... pero irritada. Mientras mira cómo la miro por el espejo retrovisor, pita a todo pitar. Y gesticula, ordenándome que gire a derecha de una maldita vez y salgamos todos de ahí, pie a fondo. Es lo usual, en esta ciudad, ¿no? Lo inusual es no intentar siquiera avanzar, rojo o no rojo; lo inusual es pensar que, aunque no haya peatones a la vista, los que vengan (si viniesen) conservan el derecho de encontrar un cruce en quietud si el semáforo les favorece; lo inusual es suponer que los autos que circulan por la vía perpendicular tienen derecho de no sentirse hostigados por la amenaza de los autos adyacentes, incapaces de esperar a que su semáforo mude de talante.
En beneficio de quienes no tienen mucha paciencia para consideraciones éticas en el carril de alta, aviso de una vez que las razones para no pasarse el semáforo en rojo nada tienen que ver con Savater y sí, en cambio, con Sadi Carnot, Gay-Lussac y (como casi todo) Isaac Newton.
En breve: conviene no brincarse el alto por razones de termodinámica engarzada con mecánica de fluidos; y, sobre todo, porque esas razones suelen llevar a la conclusión de que si cada quien hiciera como quería la señora del suv, casi todos, casi siempre, lidiaríamos con peores condiciones de tráfico que si casi todos, casi siempre, nos estuviésemos quietos ante la luz roja.
Si poner al volante a la termodinámica parece una asociación extrema, considérense las dos siguientes manifestaciones del tráfico hostil, tan típicas como frustrantes.
La primera es la del atasco fantasma. Imagínese usted en feliz desplazamiento libre, rodando armoniosamente entre vehículos igualmente silvestres. De pronto, de la nada, la marcha colectiva empeora hasta que forman todos un cuajo vomitivo de láminas besuqueándose a vuelta de rueda. Uno quiere imaginarse una causa al menos tan espectacular como lo indeseable del efecto; por ejemplo: una pipa escandalosamente volcada, un automóvil ardiendo a media avenida, un suicidio homeopático colectivo en el carril de rebasar. Lo que sea, con la tenue esperanza de que haya un punto en el que una calamidad ocurrió en mala hora, pero que servirá de meta: una vez rebasada, vía libre al nirvana otra vez.
Todos sabemos, empero, cómo termina esta anécdota sin gracia: en nada. Literalmente. Tan sin aviso como llegó el atasco vehicular, este se disipa y lo único que vemos es la colectiva cara de azoro que todos ponemos, vacíos de respuesta a la pregunta que un segundo antes nos ardía en la mismísima boca del estómago: ¿qué pasó aquí?
La experiencia se repite tan a menudo que Eddie Wilson, un matemático en el Reino Unido, ha estimado, con cálculos malabares, que el conductor promedio en aquellas carreteras pasará seis meses de su vida atascado en el tráfico. “Estas ondas de alto y arranque son generadas por eventos muy pequeños a nivel de vehículos individuales”, explicó Wilson a la bbc. “Algo hay a propósito del tráfico que magnifica efectos pequeños hasta crear grandes cambios en ciertas situaciones.”
Y es a cuestas de esta observación aparentemente inocua que invoco el segundo tipo de fenómeno que nos llevará a la termodinámica sobre ruedas. Regresemos a la peinada conductora del suv del principio, y a la pregunta que nos metió en este lío: ¿por qué no pasarse el alto en una intersección manifiestamente vacía de otros autos? Total, nada malo ha de ocurrir porque dos o tres unidades abandonen la callejuela para incorporarse a la gran avenida libre.
A menos –pensarían tipos como Wilson– que esta transgresión insignificante resulte ser uno de esos “eventos muy pequeños” que pueden ser magnificados hasta causar “grandes cambios en ciertas situaciones”. Si la Carmen Miranda del suv se hubiese dado el gusto de violar el fuego rojo de las 5:50 de la tarde no habría tenido explicación para el atasco que la engulliría apenas unos kilómetros más adelante, rozando las 17:53. Tipos como Wilson, cuya actividad profesional coquetea con el sadomasoquismo desde que se dedican a hacer modelos matemáticos del tránsito vehicular, podían haberle advertido a la mujer del fleco impaciente que su arrojo no tiene nada de particular; que miles como ella practican el daltonismo selectivo con igual desparpajo y que, en consecuencia, entre su pecadillo de las 5:50 y su arribo puntual al atasco de las 5:53, unas dos docenas de vehículos habían ignorado sendos semaforitos en rojo a la vera de la misma avenida. Y antes, cerca de un centenar desde las 5:30, en puntos atrás y adelante de Cantera Moctezuma, la callejuela de este relato.
La sumatoria de todas estas discretas infracciones al código vial es que la avenida Río Magdalena, ancha como es, acumula “río abajo” varias decenas de autos más que los que habría si nadie se hubiese pasado ningún semáforo. Esas unidades extra, empacadas en una superficie fija (la avenida, a diferencia de los ríos de verdad, no tiene la opción de desbordar su contenido ensanchando el cauce), hacen aumentar la densidad vehicular hasta tal punto que se presenta justamente una de esas “ciertas situaciones” a las que aludía Wilson como disparadores de “grandes cambios”.
Cuando el clon de Fanny Cano montó su suv en la avenida, el tráfico ahí podía haber sido descrito como “fluido” en un sentido metafórico muy acertado. Tanto, de hecho, que Herren Kerner y Kornhäuser, científicos del Centro de Investigaciones Daimler-Benz, en Alemania, modelan el tráfico como un fluido susceptible de cambiar de gas a líquido y de líquido a sólido. La metáfora, poco lírica, resulta útil en la medida en que las transiciones de fase de los fluidos son descriptibles mediante ecuaciones muy bien conocidas por la física clásica. Y si bien cambiar moléculas por automóviles es algo arriesgado, ofrece el premio de poder identificar los parámetros esenciales para entender en qué circunstancias sucederá que el “líquido” se cuaje en un “sólido” pastoso.
Uno a uno, todos los modelos matemáticos del flujo vehicular coinciden en identificar a la densidad de autos como una variable determinante de la estructura del sistema. Y uno a uno, también, todos los ciudadanos que hacen como la señora del peinadito contribuyen, lo sepan o no, a acercar la densidad vehicular a su punto crítico.
Pasarse el alto resulta, entonces, no ser un acto inocuo de ejercicio del sentido común, sino un agandalle progresivo camino del atasco seguro. Como lo es también el acto de estacionarse en doble fila, o detenerse a subir o bajar pasaje lejos de la orilla o diseñar vialidades con cuellos de botella.
A todos ellos, uno a uno, les caería bien la sugerencia: no sea tan denso.

Letras Libres, México, número 148, abril de 2011. p. 94.

El ensayo corto
Julio Torri
El ensayo corto ahuyenta de nosotros la tentación de agotar el tema, de decirlo desatentadamente todo de una vez. Nada más lejos de las formas puras de arte que el anhelo inmoderado de perfección lógica. El afán sistematizador ha perdido todo crédito en nuestros días, y fuera tan ocioso embestirle aquí ahora, como decir mal de la hoguera en una asamblea de brujas.
No es el ensayo corto, sin duda alguna, la más adecuada expresión literaria ni aun para los pensamientos sin importancia y las ideas de más poca monta. Su leve contenido de apreciaciones fugaces —en que no debemos detener largo tiempo la atención so pena de dañar su delicada fragancia— tiene más apropiada cabida en el cuerpo de una novela o tratado; de la misma manera que un rico sillón español del siglo XVI estaría mejor, sin disputa, en una sala amueblada al desolado gusto de la época que en el saloncito bric-à-brac en que departimos la última comedia de Shaw, mientras fumamos cigarrillos y bebemos whisky y soda. A pesar de todo, el bric-à-brac hace vacilar aún a las cabezas más firmes.
Es el ensayo corto la expresión cabal, aunque ligera, de una idea. Su carácter propio procede del don de evocación que comparte con las cosas esbozadas y sin desarrollo. Mientras menos acentuada sea la pauta que se impone a la corriente loca de nuestros pensamientos, más rica y de más vivos colores será la visión que urdan nuestras facultades imaginativas.
El horror por las explicaciones y amplificaciones me parece la más preciosa de las virtudes literarias. Prefiero el enfatismo de las quintas esencias al aserrín insustancial con que se empaquetan usualmente los delicados vasos y las ánforas.
El desarrollo supone la intención de llegar a las multitudes. Es como un puente entre las imprecisas meditaciones de un solitario y la torpeza intelectiva de un filisteo. Abomino de los puentes y me parece, con Kenneth Grahame, que "fueron hechos para gentes apocadas, con propósitos y vocaciones que imponen el renunciamiento a muchos de los mayores placeres de la vida". Prefiero los saltos audaces y las cabriolas que enloquecen de contento, en los circos, al ingenuo público del domingo. Os confieso que el circo es mi diversión favorita.

Obra completa, México, Fondo de Cultura Económica, 2011, pp. 118-119.