Las grullas, el tiempo y la política
Alfonso
Reyes
El
domingo veintitrés de enero de mil novecientos trece, el día amaneció gris. Un
sol tímido se asomaba y se escondía por intervalos. El viento remecía los
árboles, barría las calles. Las hojas rodaban por el suelo. (En los cuentos de
Peter Pan, se dice que nada tiene un sentimiento tan vivo del juego como las
hojas. Así es). Abríamos cautelosamente nuestra puerta, esperábamos a que
pasara la ráfaga y nos echábamos a la ciudad. El tiempo convidaba a marchar
militarmente, hendiendo el aire y soportando el chispear del agua: caen unas
agujitas frías, dispersas. En cada bocacalle hay que desplegar un plan
estratégico para escapar a los torbellinos de polvo. En suma: el tiempo
amaneció despeinado y ojeroso.
La gente no hablaba más que del tiempo. El tiempo, a
pesar de todas las protestas, quiere que se hable de él. Las conversaciones de
los hombres están tramadas sobre esta sustancia fundamental: el tiempo. Hablar
del tiempo ha sido y será siempre un rasgo irreducible del hombre. ¿Qué es el
hombre? El hombre es un ser que habla del tiempo con sus semejantes. Para los
labriegos y los marinos, saber hablar del tiempo entra, desde luego, en el
oficio; conocer el tiempo es un modo de profecía, y hasta puede ser cuestión de
vida o muerte. Para Ulises, el más sutil de los navegantes, la ola y el viento
son una constante preocupación. Hesíodo, un campesino, ha dado muy útiles
consejos sobre el tiempo y la sazón de sembrar: “Al oír todos los años –dice-
el grito de la grulla desde las nubes, se aflige el corazón de los que no
tienen bueyes con que arar, porque es ese grito el anuncio del invierno lluvioso
y la señal de la labor”. Dante -¿no es él?- nos habla también de unas grullas
que revolotean gritando por el aire, mojado el plumaje. Virgilio, el maestro de
Dante, en un libro que escribió para los labriegos, no se cansa de hablar del
tiempo: “No en vano –exclama- observamos el nacimiento y las mudanzas del año,
dividido por igual en cuatro estaciones. En la fuerza del verano se coge el
rubicundo trigo, y entonces también se trillan en la era las tostadas mieses.
Entonces se cazan las grullas con lazo y los ciervos con redes, y se corren las
orejudas liebres”. Ya se ve que, de cierta manera literaria, podemos decir que
hablar del tiempo es “hablar de las grullas”. También Albanio, un pastor de
Garcilaso, cuenta cómo solía, en mejores tiempos, cazar la grulla (“nocturna
centinela”),
cuando el húmedo otoño ya refrena
del seco estío el gran calor ardiente
y va faltando sombra a Filomena.
La
inspiración popular, de que las nodrizas son como unas vestales, ha creado
multitud de historias sobre el tiempo,
sobre el sol y la lluvia, sobre las ráfagas y los torbellinos. No hay que
olvidar que el viento nos ha contado la historia de Valdemar Daae y sus tres
hijas (“iHu-hu-hud! Escapo, vuelo!”).
Mas en las experiencias comunes el tiempo es,
simplemente, una moneda de la conversación. El trueque es a la moneda lo que el
verdadero cambio de ideas a las conversaciones sobre el tiempo. Los que hablan
entre sí del tiempo no son amigos todavía; no han hecho más que el gasto mínimo
del trato humano, en el valor acuñado de la conversación. Las conversaciones
del tranvía sobre la política se parecen, en este sentido, a las conversaciones
sobre el tiempo: son una manera de salir del paso. ¡Cuántas quejas del tiempo y
cuántos políticos injuriados gratuitamente por sólo la necesidad de conversar
de algo con el vecino casual del tranvía! Muchas veces el tiempo nada tiene de
extraordinario; como de algo hemos de hablar, hablamos del tiempo. Muchas veces
no sucede nada en la república; muchas veces la “política” es un mero invento
de la conversación, un embuste admitido. Y así se vive. La conversación llega,
al fin, a sustituir el verdadero e impasible mundo de la política por otro
fantástico, que es el mundo de la superstición laica. Los supersticiosos laicos
se encuentran entre los ávidos de emociones, para quienes la vida no tiene
bastante color, fantasía ni encanto. Ellos, corrigiéndola con sus inventos,
echan a volar esas fábulas que mañana serán historia: os aseguran que antes de
dos días va a estallar una conspiración;* que dentro de una semana caerá el
gabinete; afirman que no era Juárez quien gobernaba, sino su ministro Lerdo;
que no era el general Díaz, sino Carmelita. Es viejo este vicio, por más que
haya escapado a las sátiras de Juvenal, sin duda porque él lo compartía.
Tácito, que debajo de su sobriedad era un delirante apasionado por las
emociones, recogió, en sus Anales, muchas vulgares habladurías de esas
que dicen las viejas tras el fuego: Augusto, en sus últimos días, gustaba
singularmente de los higos, y se complacía en ir a su huerto y arrancarlos por
su mano del árbol. Augusto murió. Auras corrieron de que su esposa Livia (madre
fatal para la República, madrastra más fatal aún para los Césares) había
envenenado los higos en la misma higuera. Tácito se refiere al crimen sin
descender a sus circunstancias particulares; las he sacado de Dión. Pero mi
discreto comentarista añade: ¿Y no es, en el fondo, la cosa más natural que
muera un hombre, como Augusto, a los setenta y seis años de edad, sin necesidad
de patrañas ni de higos envenenados? Creer en este crimen de Livia es una de
tantas hablillas, una de tantas supersticiones laicas.
Para terminar esta divagación, quiero hablar de los
perseguidos de la charla política; quiero quejarme en nombre de ellos. Hay
hombres que están como señalados por un hado travieso para sufrir este género
de contratiempos, las charlas políticas. Quien los topa por la calle parece que
se considera obligado a importunarlos, y aunque nada tenga que decirles, les
habla. Si van de prisa y como urgidos por algún quehacer, no importa: se les
detiene al paso, aunque sea para darse el gusto de proferir ante ellos tres o
cuatro interjecciones sobre “la situación actual”, el tema periodístico. Y eso,
cuando no quiere su mala estrella que las gentes los supongan enterados de las
más profundas arcanidades políticas, y se empeñen, en mitad de la plaza, en averiguar
de ellos los secretos de palacio. Por huir de tales calamidades, Horacio se
escondía en su casa de campo. Como lo sabían amigo del poderoso Mecenas,
querían penetrar por su conducto todos los misterios de la república, los
últimos acuerdos del César, si las tierras prometidas a las tropas romanas
serían sicilianas o itálicas, y qué cosa se decía de los dacios. Hace ocho años
—cuenta el orgulloso poeta en la sátira VI del libro II— que Mecenas me ha
recibido entre los suyos; apenas nos ven juntos en el teatro o en el campo de
Marte, y todos exclaman: ¡Oh, afortunado! Me creen poseedor de los secretos
públicos, y atribuyen a discreción mi ignorancia. Se imaginan que Mecenas me
tiene al tanto de todos los grandes asuntos.
Y, a todo esto, ¿sabéis de qué hablaba Mecenas con
Horacio, durante los ocho años que dice? ¡Del tiempo y solamente del tiempo! Es
decir: de nada. Se inclinaba a su oído, y le dejaba caer cosas tan sustanciales
como ésta:
-¿Qué hora es?- ... ¡Vaya una mañanita fría que nos ha
amanecido!
Febrero de 1913
* ¡Ay! Estalló en efecto al
mes siguiente.
Obras Completas de Alfonso
Reyes, Tomo III, México, Fondo de Cultura Económica, 1956, pp.
85-88.