Lección de
arena
Pedro Páramo
Juan Villoro
Era mi
despedida de este mundo,
la primera vez
que me moría.
Eugenio Montejo
Historia
y mito
Las 159 páginas de Pedro
Páramo son atravesadas por ánimas en pena, caballos desbocados, prófugos
que regresan a su atroz punto de partida. Territorio donde los tiempos y las
identidades se diluyen, la novela sigue el curso circular del mito; nada lineal
puede pasar en ella porque sus personajes han sido expulsados de la Historia;
encarnan "un puro vagabundear de gente que murió sin perdón y que no lo
conseguirá de ningún modo".
El
dominio de Comala es refractario a lo que viene de fuera, quien pisa sus calles
se somete a una temporalidad alterna, donde los minutos pasan como una niebla
sin rumbo; los personajes, muertos a medias, carecen de otra posteridad que la
queja, los rezos y murmullos con los que buscan salir de ese dañino portento,
merecer el polvo que ahogue sus palabras, guardar silencio, morir al fin.
Juan
Preciado llega al pueblo de Comala en busca de su padre, el cacique Pedro
Páramo. Muy pronto, advierte que el sitio responde a otra lógica; en la página
13, avista a un primer espectro: "al cruzar una bocacalle vi una señora
envuelta en su rebozo que desapareció como si no existiera".
Los
fantasmas de la novela se han apoderado incluso de su contraportada. La edición
del Fondo de Cultura Económica, en su Colección Popular, incluye una anónima
sentencia entre comillas: "Un cuarto de siglo bastó para situar a Pedro
Páramo como `la máxima expresión que ha logrado hasta ahora la novela
mexicana' ". ¿Quién pronuncia el elogio? ¿De dónde viene la cita? Aunque
se esté de acuerdo con ella, sorprende que caiga sin razón ni porqué. El mundo
rulfiano ha producido un curioso efecto secundario. Avalado por un espectro, el
autor recibe un trato de figura legendaria, cuyos méritos son indiscutibles y,
por lo tanto, no necesariamente demostrables.
A
propósito de Borges, Beatriz Sarlo observa que la justificada universalización
de su literatura ha borrado sus vínculos con la cultura vernácula. También
Rulfo funda una “modernidad en las orillas”, pero ha sido víctima de la lectura
opuesta. Sus sorprendentes estructuras y su artificioso empleo del habla “natural”
suelen ser vistos como resultados un tanto accidentales de una realidad
extravagante. La fama de Borges lo desarraiga de sus fervores locales; la de
Rulfo, lo asimila en exceso a una cultura que superó con creces. El autor de Pedro Páramo frecuentó las más diversas
literaturas (en especial la escandinava y la brasileña), pero intervino poco
como ensayista y no dejó canon de sus gustos. Acaso esta reticencia provocó que
a veces fuera visto como un creador intuitivo, casi al margen de sí mismo,
rulfianamente afantasmado. El mito del Rulfo de “mágica inspiración” pasa por
alto que estamos ante el más arriesgado y riguroso renovador formal de la
narrativa mexicana. El entorno le sirve, no para rendir testimonio, sino para
construir un símbolo.
Aun en
sus relatos de corte más realista, depende de la subjetividad. Cada paisaje,
cada dato exterior, está filtrado por
la conciencia. La trama abunda en muertes y traslados, pero las acciones
ocurren en un tiempo que nunca acaba de suceder, una zona que se encoge o
dilata en la percepción de los testigos: “En esta tensión angustiosa entre la
lentitud interior y la violencia externa está el secreto de la visión de la
realidad mexicana en Rulfo”, escribe Carlos Blanco Aguinaga en un ensayo de
1955, año de aparición de Pedro Páramo.
De manera emblemática, uno de los muchos relatores a los que Rulfo presta su
voz termina su descripción diciendo: “como si así fuera”.
La
mitificación de Rulfo, el énfasis en la obra lograda como de milagro, al margen
de las arduas preocupaciones técnicas del novelista, ha impedido, entre otras
cosas, que Pedro Páramo sea entendida como un caso de literatura
fantástica. En esta oficiosa lectura, el autor es separado de sus invenciones;
se difumina como subproducto de una tradición tan rica que no requiere de
explicación. Comala y sus muertos se imponen como un triunfo telúrico: deciden
ser escritos.
Augusto
Monterroso se interesó en los fantasmas rulfianos con el doble propósito de
subrayar su calculada condición ilusoria y de explicar por qué no suelen ser
vistos como personajes fantásticos: "En su humildad, no tratan de
asustarnos sino tan sólo de que los ayudemos con alguna oración a encontrar el
descanso eterno. Sobra decir que son fantasmas muy pobres, como el campo en que
se mueven, muy católicos, resignados de antemano a que no les demos ni siquiera
eso. En pocas palabras, lo que ocurre con los fantasmas de Rulfo es que son
fantasmas de verdad. ¿Significa eso que les neguemos también este último
derecho, el de pertenecer al glorioso mundo de la literatura fantástica?".
En el
desierto todo ocurre por excepción; sus terregales sólo producen historias
cuando alguien se pierde por ahí. Es en esta región donde Rulfo ubica sus
fantasmas. Las mansiones recargadas de utilería estimulan la imaginación
gótica: el desván con baúles y telarañas, alumbrado por un candelabro de seis
bujías, exige un espectro en su inventario. Por el contrario, Rulfo trabaja en
una zona vacía; sus escenarios no pueden ser más disímbolos que los de Poe,
Wells o Lovecraft (participa de la cruda desnudez de Hamsun o Chejov); sin
embargo, en esas tierras pobres crea un mundo desaforado donde las ánimas en
pena no son recursos de contraste (el monstruo tonificante conque Lovecraft
busca recuperar la atención de sus lectores) sino la única realidad posible. El
proceso de extrañamiento, esencial a la invención fantástica, se cumple en el
más común de los territorios. En una corriente proclive al artificio (la
máquina del tiempo, la estatua que cobra vida, el robot inteligente) o a las
singularidades fisiológicas (la pérdida de la sombra, la aparición de un doble,
el sueño profético), Pedro Páramo se presenta como un drama de la
escasez donde los aparecidos apenas se distinguen de las sombras. No hay
efectos especiales: la gente cruza la calle como si no existiera.
En su
construcción y, sobre todo, en su criterio de verosimilitud, la novela se
aproxima a Barón Bagge, de Alexander Lernet-Holenia. En ambos casos, el
protagonista enfrenta seres reales cuya única peculiaridad consiste en haber
muerto o, para ser más precisos, en haber muerto sin llegar al más allá.
Mediada la trama, tanto el jinete del imperio austro-húngaro como Juan Preciado
hacen un segundo descubrimiento: si están rodeados de espectros es porque
también ellos pertenecen al limbo de quienes se alejan de la vida sin alcanzar
la muerte.
Pedro
Páramo no
pretende ser una novela histórica; sin embargo, la idea de la Historia es un
elemento decisivo en su elocuente laberinto. Los alrededores de Comala llevan
los apropiados nombres de Los Confines o La Andrómeda; ahí, la Historia sigue
su curso. Al pueblo llegan ecos del mundo inverosímil donde los acontecimientos
son posibles. La Revolución Mexicana (1910-1920) y la primera Guerra Cristera
(1926-1929) son los círculos externos de la trama. Con calculado oportunismo,
Pedro Páramo apoya causas contradictorias que contribuyen a su fortuna
personal. La Historia alcanza a Comala como las ondas de un sismo remoto; sus
efectos son desastrosos; sus motivos, inescrutables. Los pormenores importan
poco; las revueltas llegan como una sola confusión de pólvora; los villistas
regresan convertidos en carrancistas y el cacique se aprovecha de todos ellos.
Pero el
tema de Rulfo no son los acontecimientos sino su reverso, los hombres privados
no sólo de posibilidad de elegir, sino, de manera más profunda, de que algo les
ocurra. Al margen del acontecer, los fantasmas rulfianos trazan su ruta circular.
A propósito del tiempo sin tiempo de la novela, escribe Carlos Fuentes: "Recuerdo
dos narraciones modernas que de manera ejemplar asumen esta actitud colectiva
en virtud de la cual el mito no es inventado, sino vivido por todos: el cuento
de William Faulkner, `Una rosa para Emilia', y la novela de Juan Rulfo,
Pedro Páramo. En estos dos relatos, el mito es la encarnación colectiva del
tiempo, herencia de todos que debe ser mantenida, patéticamente, por
todos".
Ajenos
al devenir, los personajes de Rulfo viven la hora reiterada del mito. Para que
algo transcurriese, para que el pasado quedara "antes", tendrían que
abandonar su exilio atemporal. Estamos, como sugiere Julio Ortega, ante
"un tiempo que da la vuelta" donde los muertos en vida carecen de presente
y sólo disponen de un "pasado actual".
La
discontinuidad narrativa no conduce a una historia que debe ser
"armada" por el lector, sino a un plano en el que todo sucede desde
siempre. Pocas acciones se cuentan dos veces; sin embargo, la circularidad se
insinúa con fuerza: todo instante es repetición.
Al
referirse al desenlace de las aventuras, Fernando Savater escribe: "La
muerte acaba, pero la vida sigue: nótese que no sabríamos decir `la muerte
sigue'. La fórmula que clausura los cuentos en alemán, nos recuerda Benjamin,
es: `y si aún no han muerto, es que viven todavía' ". En Pedro Páramo
la muerte es una expresión de la continuidad. La miseria que aniquila a los
habitantes de Comala, su despojo irreparable, depende de su imposibilidad de
entrar al tiempo. La dimensión política de Pedro Páramo es
específicamente literaria: la historia de quienes no pueden tener Historia.
La
muerte deseada
En el relato "El cazador
Gracchus", de Franz Kafka, la muerte no es percibida como una amenaza sino
como una liberación, la forma desesperada de abandonar una realidad dañina. En
consecuencia, el castigo del protagonista consiste en no alcanzar nunca el
exterminio. El cazador, que siega las vidas de sus presas con deportiva
pericia, sufre una inversión radical de su oficio y es condenado a no acabarse
de morir. También Rulfo concibe una infranqueable aduana al más allá, en la
cuerda de la festhaltende Strasse de El proceso, la calle que
retiene a sus transeúntes, donde "avanzar" y "salir" se
vuelven términos contradictorios. En Pedro Páramo el único trámite
salvador sería la muerte, pero las víctimas no tienen quien pida por ellos.
Rulfo otorga un grave peso moral al perenne deambular de sus espectros:
"Están nuestros pecados de por medio"; la errancia entre la vida y la
muerte es la penitencia por la caída; sin embargo, no hay el menor sentido de
la justicia en esta condena: todos, por igual, han sido sentenciados, sin
apelación posible. Lo único que podría salvar a las víctimas sería que un vivo
rezara por ellos. En este libro de los muertos se reconoce la existencia de los
vivos, pero ninguno "está en gracia de Dios". Si Kafka explora el
totalitarismo en los niveles más íntimos de la vida (los funcionarios que
llevan la ley a la cama del ciudadano), Rulfo se adentra en el totalitarismo de
la religión y registra los numerosos remedios de la Iglesia católica como
renovadas formas del sufrimiento.
En un
ensayo precursor, José de la Colina señaló el papel emblemático de la pareja
incestuosa que encuentra Juan Preciado. Los hermanos han estado en Comala
"sempiternamente". Desnudos, lujuriosos, se entregan a su pasión pero
son incapaces de procrear; su falta de fertilidad, como la del pueblo entero
("todo se da, gracias a la Providencia; pero todo se da con acidez"),
dimana de su impureza. Sin embargo, la religión sirve de poco para paliar las
culpas. Incluso los profesionales de la fe están inermes. El padre Rentería no
puede conciliar el sueño y repite los nombres de los santos como quien cuenta
borregos, pero este reiterativo santoral ni siquiera concede el milagro de
aburrir. Cuando el obispo encara a los hermanos incestuosos, lanza una punitiva
consigna bíblica: "¡Apártense de este lugar!". El veredicto es
inútil: nadie puede ser expulsado de ese infierno. Si Dostoyevski y Tolstoi
intentan una depuración del cristianismo, llegar a modos más genuinos de la
experiencia religiosa, Rulfo construye un presidio intensamente católico: sus
personajes creen con una autenticidad estremecedora, pero no les sirve de nada.
El círculo no tiene salida y la esperanza se convierte en una variante cruel de
la ironía. En palabras de Carlos Monsiváis: "Un eje del mundo rulfiano es
la religiosidad. Pero la idea determinante no es el más allá sino el aquí
para siempre". Las plegarias no atendidas son el raro combustible que
mantiene a los personajes fijos, abandonados a su suerte, en un instante que
sucede sin principio ni fin.
Ruidos.
Voces. Rumores
El tema del viaje es esencial a
la imaginación rulfiana; muchas de sus tramas son pasajes de traslado (la
peregrinación en "Talpa", la huida en "La noche que lo dejaron
solo", la persecución en "El hombre", la extenuante caminata en
"¿No oyes ladrar los perros?", el recorrido rumbo a
"Luvina"). La primera persona que encuentra Juan Preciado es un ser
movedizo, el arriero Abundio Martínez, alguien que comunica realidades
distantes con su recua de mulas. Abundio Martínez abre y cierra el relato, es
el centinela que le otorga circularidad.
El
trámite del traslado prepara al lector para el asombro; sin embargo, el recurso
decisivo para aceptar la realidad desplazada de Comala es otro: Juan Preciado
no conoce a nadie en el pueblo, pero todos lo reconocen. En casas sin techo y
patios barridos por la niebla escucha a los extraños que dicen frecuentarlo "desde
que abrió los ojos". El desacuerdo entre la mirada del narrador y sus
testigos, la desesperante autenticidad ajena (la vida atribuida al
protagonista, fidedigna e irreconocible), es uno de los mayores logros de la
novela. El drama del desconocimiento adquiere así una legalidad propia, la
fuerza perturbadora de lo que sólo puede ser cierto de ese modo.
El
título provisional de la novela, Los murmullos, es inferior al telúrico
de Pedro Páramo, el patriarca de la reproducción estéril, generador de
todos los fantasmas. Sin embargo, Los murmullos alude en forma más clara
a la técnica de la novela: aturdido por la galería de voces, Juan Preciado
pierde su identidad. En la página 74, justo al centro de la trama., se
convierte en otra alma en pena que susurra: "me mataron los
murmullos". La historia iniciada por Juan Preciado prosigue en las voces
colectivas; los muertos adquieren cabal autonomía y el narrador se disipa entre
sus sombras. No es de extrañar que abunden las palabras sueltas, dichas por
gente ilocalizable. En este tejido de frases independientes, un grito atraviesa
la noche: "¡ay vida, no me mereces!" o alguien canta: "mi novia
me dio un pañuelo / con orillas de llorar...". ¿Quién habla? "Ruidos.
Voces. Rumores", responde el narrador.
Seguramente
Carlos Blanco Aguinaga fue el primero en señalar que en el ámbito rulfiano “nadie
escribe: alguien habla”. Rulfo construye sus ficciones con voces de
perturbadora autonomía, y procura que las palabras lleguen sueltas, como arrastradas por el viento, al margen de la voluntad
de estilo del autor. Los cuentos de El
llano en llamas (1953) derivan su fuerza de lo que se revela de modo casi
indeseado en los diálogos o en el fluir de la conciencia. Los personajes suelen
ser arrepentidos en su última hora, hombres parcos a quienes la vida arrincona
hasta hacerlos elocuentes. Vencidos por una violencia atávica, sueltan frases
que los comprometen. La acústica rulfiana es la de lo escuchado por accidente.
Por un favor del aire, alguien oye una confesión en “la noche entorpecida y
quieta”, voces “casi vacías de ruido”.
En un
texto para la película La fórmula secreta
(1964), Rulfo confirma el poder oral de su idioma: “ustedes dirán que es pura
necedad la mía, que es un desatino lamentarse de la suerte y cuantimás de esta
tierra pasmada donde nos olvidó el destino”. Esta apropiación de la palabra
hablada ha provocado que en ciertas ocasiones sea visto como el taquígrafo de
una tradición. La primera edición de El
llano en llamas informa que el autor se sirve “de su experiencia personal,
de las charlas familiares, de los relatos escuchados en boca de los hombres de
su provincia”. Con etnológico entusiasmo, se enfatiza su valor testimonial. La
hazaña de Rulfo es muy superior. Lejos del costumbrismo, inventa un territorio,
una manera simbólica de referirse a los pueblos “donde se han muerto hasta los
perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio”.
Cuando
Preciado "muere" y se convierte en otro heraldo sin cuerpo, la novela
rompe su última atadura con el mundo exterior: Comala es ya un espacio separado
de su entorno; lejos, muy lejos, quedan Los Confines. Estamos en un territoro
escindido, un exacto mecanismo de autarquía narrativa, la obra coral que
sepulta a Juan Preciado, el emisario que venía de fuera.
El
habla de Pedro Páramo ha dado lugar a discutibles elogios
antropológicos. Para ciertos amigos del folklore, los mayores méritos de la
novela son documentales: Rulfo "captó" el lenguaje de los Altos de
Jalisco y la integró sin pérdida a su obra. Esta interpretación se funda en la
idea de que un texto literario es significativo por lo que comunica más allá
de la ficción. La lectura antropológica convierte al narrador en un hábil
taquígrafo del lenguaje coloquial y en un misionero políticamente correcto que
otorga voz a quienes no la tienen. En ambos niveles, la operación intelectual
de Rulfo es mucho más compleja: reinventa el habla rural de México y crea una
alegoría sobre la expulsión de la Historia. Su territorio se transforma en un
orden simbólico, una cartografía que parece más auténtica que su modelo.
Ningún
campesino ha hablado como personaje de Rulfo, pero pocos diálogos parecen tan
"auténticos" como los de Pedro Páramo. Este espejismo de la
naturalidad depende de numerosos recursos: el reciclaje de arcaísmos ("si
consintiera en mí"), la poesía dicha por error ("tú que tienes
los oídos muchachos"), las tautologías casi metafísicas ("Esto prueba
lo que te demuestra" o "Si yo escuchaba solamente el silencio, era
porque aún no estaba acostumbrado al silencio").
Los
nombres de las plantas también revelan una caprichosa elección. Juan Rulfo no
busca claveles ni margaritas; en su huerto crecen saponarias, capitanas,
arrayanes, flores de Castilla, hojas de ruda, los paraísos que rozan la piel de
Susana San Juan.
En una
región desértica, las flores brotan como exiguos dogmas de la belleza. Los
pasajes líricos de la novela, que generalmente se refieren a Susana San Juan y
a los recuerdos de juventud de la madre de Juan Preciado, dependen de un
peculiar sentido de la escasez. Comala ha acostumbrado a los suyos a tal calor
que los que se van al infierno regresan por su cobija. Sólo en los recuerdos de
las mujeres sopla un viento oloroso a limones. En este paraje yermo, agotado,
basta el brote de una hoja o la mención del agua para lograr un efecto
estremecedor. El lirismo de Rulfo cautiva por la pobreza de los términos
comparados; en Comala, una boca se sacia si le dan "algo de algo".
Del mismo modo en que el asombro del oasis depende del vasto desierto que lo
rodea, en esta saga del polvo un abrojo o un tallo endeble son ya imágenes de
la fertilidad, paisajes del deseo: "Ver subir y bajar el horizonte con el
viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde con una lluvia de triples
rizos. El color de la tierra, el olor de la alfalfa y del pan. Un pueblo que
huele a miel derramada...". De manera dramática, esta insólita evocación
de una tierra pródiga sólo existe como pasado. El presente es un magro
recordatorio: "Aquí, como tú ves, no hay árboles. Los hubo en algún
tiempo, porque si no ¿de dónde saldrían esas hojas?". Comala es un pueblo
de residuos: almas sin cuerpos, hojas sin árboles, nombres sin rostros. Esto
último resulta decisivo para enrarecer la atmósfera; en otra novela de la misma
brevedad sería abrumador que tantos personajes secundarios tuvieran nombre
propio. En cambio, el inmenso reparto de Pedro Páramo, los sonoros
nombres que Rulfo encontraba en las lápidas de los panteones (Damiana Cisneros,
Eduviges Dyada, Fulgor Sedano, Toribio Aldrete), contribuye a la sensación de
asfixia: el pueblo sin nadie está sobrepoblado.
El
estilo rulfiano depende, en buena medida, de su sistema de repeticiones. El
narrador junta palabras como guijarros pobres. El procedimiento alcanza
peculiar elocuencia en un pasaje sobre la entonación; los verbos y sustantivos
se reiteran como una partitura minimal: "Oía de vez en cuando el sonido de
las palabras, y notaba la diferencia. Porque las palabras que había oído hasta
entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se
sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños". Las
frases se muerden la cola y forman anillos de polvo: "jugaba con el aire
dándole brillos a las hojas con que jugaba el aire" o "entonces ella
no supo de ella".
En una
trama de espectros, donde todo se disipa y difumina, la verosimilitud depende,
en buena medida, de una percepción indirecta. Comala es un campo de efectos
diferidos, resonancias, visiones nubladas.
Los
sentidos más presentes en la novela son la vista y el oído; el olfato es una
nostalgia; el tacto y el gusto carecen de oportunidad en un pueblo sin
presente. La atmósfera fantasmática dimana de la vaguedad visual y auditiva.
Nada se percibe en primera instancia; Juan Preciado ve el entorno filtrado por
tinieblas, humo, un crepúsculo que se confunde con el alba, y escucha ecos,
pasos, rumores. La imprecisión de la vista y el oído se confunden en una
expresión cardinal:"el eco de las sombras". El sonido y la imagen son
la misma bruma.
Novela
fronteriza, Pedro Páramo prefiere los claroscuros y lleva la
indefinición al sexo: "yo soy también su padre, aunque por casualidad haya
sido su madre". Antes de ser ahogado por los murmullos, Juan Preciado
sostiene este diálogo:
—¿Dices que te llamas Doroteo?
—Da lo mismo. Aunque mi nombre
sea Dorotea.
La ambigüedad de género
refuerza la sensación de estar en un entorno descolocado. El sentido de lo
fantástico depende de la noción de límite, y de sus sutiles transgresiones. Pedro
Páramo se propone como un juego limítrofe, para ser leído desde los bordes,
el mundo exterior al que no volverá nuestro emisario en la novela, Juan
Preciado.
Esta
cuidada estrategia de sonoridades desembocó en un gesto estético tan célebre
como la propia obra rulfiana: el silencio. Al escribir sobre Rimbaud, Félix de
Azúa observa que la trayectoria del poeta "está indisolublemente ligada a
un acontecimiento que la determina de un modo absoluto: el silencio". Así
como la poesía de Hölderlin tiene su prolongación lógica en la locura, la de
Rimbaud presupone la renuncia definitiva a lo poético. Después de crear una
perfecta alegoría de la pobreza y el despojo, Rulfo dio un paso acaso
inconsciente y seguramente desgarrador, pero en clara concordancia con su
estética: la saga del polvo y la esterilidad no podía tener mayor caja de resonancia
que el silencio.
Los
dioses obligados
¿Cómo salir de la repetida
tortura de Comala? Para llegar al más allá, al reposo eterno, los personajes
rezan por su suerte y, sobre todo, buscan que un vivo rece por ellos. La
religión es una lucha desaforada y estéril en la que combaten los creyentes; el
propio padre Rentería habla de los ruegos como de una contienda (la petición de
un milagro compite, no sólo contra la indiferencia divina, sino contra los
rezos que se le oponen: la fe es una pugna de iniciativas y el pecado se
sanciona de acuerdo con las presiones que se ejercen sobre el cielo. Este
voluntarismo recuerda la idea del sacrificio de los pueblos prehispánicos:
mediante las ofrendas, los dioses son obligados a cumplir).
Pero en
Comala no hay otro poder que el del patriarca: "todos somos hijos de Pedro
Páramo". La parodoja de esta paternidad sin freno es que conduce a la
sequía. A medida que el cacique se apodera de más tierras y más mujeres, la
región se transforma en un yermo.
Nada
escapa a los actos del cacique, incluso el desierto representa un saldo de su
voluntad. Pedro Páramo es el artífice del polvo; el "padre de todos"
vive entre mujeres secas, que sueñan que dan a luz una cáscara. Tierra sembrada
de fantasmas, Comala se ajusta a la definición que Pessoa hace del hombre y su
inútil heredad: Páramo es un "cadáver aplazado que procrea". Sin
embargo, no es un arquetipo del autócrata como Tirano Banderas, un esperpento
sin fisuras que rumia sus odios con prolija teatralidad. Dos tragedias lo hacen
vulnerable, la muerte de su hijo Miguel y la pérdida de la única mujer que amó.
Susana
San Juan es el reverso de los demás personajes del libro; se opone a la lógica
del lugar (sus ojos se atreven a negar lo que ven) y derrota a Pedro Páramo.
Rulfo trabaja un tema predilecto de Faulkner: el poder vencido por la locura.
En estas bodas de la violencia y el delirio, Páramo se obsesiona por la mujer
que no entiende: "Si al menos hubiera sabido qué era aquello que la
maltrataba por dentro, que la hacía revolcarse en el desvelo, como si la
despedazaran hasta inutilizarla". Susana representa la proximidad del mar,
la negación del desierto, el contacto con una mente indómita, revuelta, todo lo
que no es Comala. Siempre ausente, húmeda y lejana, Susana es un horizonte
inaccesible, la vida que debe estar en otra parte.
Desplazada
por la fuerza, Susana enloquece y se sobrepone a la opresiva realidad de Comala
desentendiéndose de ella. En su descalabro arrastra a Pedro Páramo. Ante la
pérdida amorosa, el cacique demuestra que su negligencia puede ser peor que su
tiranía. Se cruza de brazos y el pueblo se hunde. En su última escena, el libro
narra la emblemática caída de Páramo, desmoronado "como un montón de
piedras".
Los
orígenes de Pedro Páramo ya pertenecen a la hagiografía y una escena
canónica se repite entre los feligreses. En una mesa de ping-pong hecha por
Juan José Arreola (con la famosa laca china que garantizaba el bote de 17
centímetros), Juan Rulfo desplegó las cuartillas que había escrito en desorden.
Su idea original consistía en escribir una trama lineal y en las discusiones
con Arreola decidió integrar un todo fragmentario, urdido con yuxtaposiciones y
escenas contrastadas como los vidrios rotos de un caleidoscopio. Escenario
donde mana un tiempo detenido, un pasado siempre actual, Pedro Páramo
sólo podía concebirse como un continuo de prosa interrumpida.
Arreola
se ha referido a la noción de rendija como estructura dominante del mundo
rulfiano; todo es entrevisto por visillos, grietas, huecos. Las voces y los
tiempos narrativos se reparten en trozos cuya unidad virtual depende del
lector. Incluso los blancos tienen una función expresiva, denotan la actividad
de quien está fuera del texto y debe cargarlo de sentido. Quienes permanecemos
al margen, aún vivos, miramos por los intersticios. La forma del libro es su
moral estricta: desde la Historia espiamos a sus expulsados.
En la
última definición que intenta del hombre, Hamlet da con una fórmula que impide
toda grandilocuencia: "este polvo quintaesencial". Los espectros de
Juan Rulfo están hechos de la arena que el viento empuja en los desiertos.
Pobres a un grado innombrable, se saben condenados: los que están fuera, al
otro lado de la página, nunca harán lo suficiente.
“Lección de arena. Pedro Páramo” en Efectos Personales, México, Era, 2000. pp. 15 – 27.