Elogio
en rosa
José Israel Carranza
¿Cuántas veces habló la Pantera Rosa?
Yo sostenía que tres veces: en el episodio del arca (cuando al final pregunta:
«¿Por qué los seres humanos no pueden ser civilizados como los animales?»), en
otro en el que un codicioso personaje trataba de apoderarse de un diamante (y
por alguna razón iba a tocar a la puerta de la Pantera, que lo recibía en batín
rojo y con sarcasmos) y en uno más en el que sostenía una violenta disputa con
su vecino a causa de una podadora prestada y nunca devuelta. Una madrugada de televisión
inesperada no sólo me descubrí en el error, sino que además me encontré con la
imposibilidad de alcanzar ya ninguna certeza, pues en el episodio de la
podadora había dos personajes con voz: uno era el vecino rijoso y conchudo, y
el otro era el mismísimo Diablo, que al final aparecía para soltar una ironía
siniestra, cuando las crecientes hostilidades habían hecho volar el mundo en
pedazos (en el pleito se intercalaban escenas de películas de guerra y montajes
de armas en acción sobre los dibujos animados). La Pantera no abría la boca.
Pero el triste descubrimiento fue éste, que constaté una madrugada después: han
seguido produciéndose series con sus aventuras —quiero decir: la Pantera Rosa
continúa vigente, actuando, mientras
yo sólo la hacía en la trastienda de la memoria—, y por lo visto en sus nuevas
temporadas habla ella y hablan los personajes que la acompañan, lamentables
seres de forma y colores humanos que en nada se parecen al patiño original, la
figura blanca y bigotona que pelaba los ojos y a lo sumo rugía o mascullaba. Por lo visto, digo: cuando he encontrado
que transmiten uno de esos bodrios, cambio de canal o dejo que la madrugada y
el insomnio acaben de cualquier manera.
Cada que la fiesta va
en picada o cuando la conversación está por fracasar del todo, nunca falta
quien extienda sobre el mantel su mazo de nostalgias televisivas: que si te
acuerdas de Chivigón, que cómo se llamaba el gemelo de Benito, que qué
intenciones tenía con Heidi la malvada señorita Rottenmeier, que qué sentiste
cuando se murió Corazón Alegre. En esos momentos, deplorables pero ineludibles,
siempre he tratado infructuosamente de jugar la carta prestigiosa —según yo— de
la Pantera Rosa, y cuando mucho he conseguido que alguien pesque el recuerdo
del episodio de la librería psicotrópica. «¡Claro!», dice alguien, «la que
tenía un ojote en la puerta». Pero apenas voy refiriendo cómo la Pantera usaba
una letra «f» como escopeta, o que el dueño de la librería era el mismo mono
blanco de siempre, sólo que con boinita y barbón, cuando ya la noche comenzó a
levantar los vasos y todo mundo está aprestándose para largarse.
Creo, pues, que
hacemos minoría los fans del peculiar felino. Y eso es tan misterioso
como que casi cualquiera sea capaz de recitar sin titubeos los nombres de
Cucho, Espanto, Panza, Demóstenes y el supracitado Benito (sin olvidar a Don
Gato, of course, que los contiene a todos y es el emblema de cada uno).
O que haya quien, antes de recordar a la Pantera misma, tenga presente mejor a
Don Ramón («Ron Damón»), el de El Chavo del Ocho, caminando como ella
con las notas inconfundibles de su tema musical. Por los vericuetos de la
memoria televisiva el pasado queda así corrompido, estropeado, y el universo
rosáceo que muchos han perdido para siempre otros sólo lo tenemos como un
privado locus amœnus donde reina un ser a veces atolondrado y a veces
astuto, a veces ingenuo y a veces maldoso, pero siempre enigmático en su
silencio y en su andar despacioso, en su indefinición sexual, en su inverosímil
elegancia (¿no iba la Pantera por lo general en cueros, pero como si la hubiera
vestido Yves Saint-Laurent?), en su absoluta e infranqueable soledad.
La Pantera Rosa fue,
en su origen, la versión que los dibujantes Isadore «Friz» Freleng y David
DePatie concibieron hace más de cuarenta años del diamante afamado que Peter
Sellers iba a buscar en la película de Blake Edwards: un diamante invaluable en
cuyo centro había una partícula de ámbar rosado que recordaba, claro, la figura
de una pantera en pleno salto. Animado para acompañar los créditos de apertura
de la cinta, el personaje conquistó inmediatamente al público y al poco tiempo
pudo prescindir de Edwards, de Sellers y del diamante para pasearse a sus
anchas por sus propios dominios: una industria próspera que produjo más de
ciento noventa cortos (de los que la televisión mexicana sólo transmitió, una y
otra y miles de veces, apenas sesenta, sin contar los que mencioné antes, los
más recientes, espurios y detestables). Cuentan sus creadores que la Pantera
Rosa sólo conoció su tema musical hasta que Henry Mancini la hubo conocido a
ella, y yo pienso que quedó tan halagada que en adelante adaptó para siempre
sus movimientos y su rebuscada languidez a ese acompañamiento de striptease
innecesario y a destiempo (¿qué ropa, pues, iba a quitarse?). Freleng afirmaba,
por otra parte, que el poder de fascinación del dibujo radicaba en que todo el
tiempo parecía ir por la vida pensando: yo observaría que sí, parecía traer
algo en mente, pero sólo hasta que la aventura se cruzaba en su camino (el
borrachín que no atinaba con la cerradura, la bruja que le regalaba unos
patines mágicos, el minúsculo bólido en los corredores de la tienda
departamental); entonces se revelaba como una simplona dispuesta, ante todo, a
divertirse —aunque luego se llevara un susto tremendo o se enredara en apuros
tan tontos como inocentes—, o bien batallaba con contrariedades absurdas (el
pajarito cucú empecinado en cumplir su deber, que ella tiraba al río y luego se
apersonaba en su puerta tundiendo una batería y con un letrero luminoso que
decía «¡Coma en Joe’s!»). La aventura, pues, interrumpía sus cavilaciones, o
ella la invocaba con sus caprichos, sus deseos o sus sencillas ganas de joder:
ya volvía loco al mono blanco —en rol de arquitecto/albañil— cambiándole los
planos de la casa o, cuando éste iba en carácter de director de orquesta, le
quitaba la partitura de Beethoven y ponía en su lugar la de Mancini (que al
final salía, aplaudiendo, en un auditorio desierto), ya lo fastidiaba
atravesándose en cada foto que el pobre quería tomar, ya quería que todas las
flores del jardín fueran rosas y no amarillas... De cualquier forma, al final
acababa alejándose, dándonos la espalda, perdiéndose en quién sabe qué
imaginaciones, en qué sueños, en qué preocupaciones.
Como con todo
personaje legendario (DePatie, el otro dibujante, aseguraba que él y Freleng
idearon el carácter y los movimientos de su creación pensando en James Dean),
se antoja pensar que en torno a la Pantera hay varios misterios por lo visto
irresolubles: ¿quién era el muchacho que llegaba al Teatro Chino en un coche de
carreras del que bajaban la Pantera y el Inspector? ¿Por qué luego a veces
salía ella con apariencia de femme fatale, posando sobre un fondo
difuminado, con collar negro y larga boquilla? ¿Fumaba o no? Y ya que apareció
el Inspector Clouseau, no será difícil convenir en que la mejor época de la
Pantera Rosa fue cuando sus cortos se alternaban con los de éste: ¿por qué, si
Dodó era tan francés como él, no sabía hablar francés? (Es más: ¿cómo se
escribiría su nombre? ¿Deaudeau?1). ¿Qué hicieron los
extraterrestres con el Comisionado cuando se lo llevaron embotellado? El
problema con misterios de esta índole es que sólo reafirman, para quienes
seguimos investigándolos, nuestra soledad y nuestra indefensión: hace falta
mucha necedad para dar con alguien que sepa qué pasa si se pronuncian las
palabras «¡Pinki, pinki!» o cómo acabó la viejita que pidió ayuda a la Pantera
—en plan de súper héroe— para bajar a su gato del árbol.
Habrá que admitir
cómo a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor: más si ese tiempo
tenía un suave tono rosa, aunque esto, en mi caso, supone entrar en una
idealización forzosa del recuerdo: ya bastante lejos de la infancia, yo
descubrí que la Pantera Rosa era rosa sólo hasta que tuve un televisor a color.
Caí en la cuenta, entonces, de que la había aceptado y querido —sí, querido—
sin reparos, sin objetar ni siquiera el hecho de que su nombre fuera un
disparate. ¿Rosa? ¿Por qué? Nunca me lo pregunté. A mí lo que me desasosegaba
era que se distrajera y una plancha caliente le dejara en la panza un agujero
de forma triangular. O que su cabaña cayera desde lo alto de un precipicio y
ella estuviera tranquilamente dormida. O por qué la acosaban un asterisco gigante
y su asterisquito bebé. Y que nunca hablara... Bueno, salvo en dos ocasiones.
¿O fueron tres?
1.- Debo a Teresa González Arce y Luis Vicente de Aguinaga las siguientes noticias: que Dodó era español (si bien ninguno de los dos atinó a documentar este dato, decidimos creer en él dada la incompetencia lingüística del simpático gendarme), y que su aspecto somnoliento explicaba su nombre, sacado de la expresión francesa «faire dodo», equivalente a nuestro «hacer la meme».
“Elogio
en rosa” en Las encías de la azafata,
México, Tumbona, 2010. pp. 25-30.