Hotel DF
de Guillermo Fadanelli
Valeria Luiselli
Autor nihilista, pregonero de la indiferencia, titiritero impasible de sí
mismo, paisajista desapasionado del underground de la ciudad de México.
Estos son los calificativos que desde hace más de una década se vienen
espetando –a veces en ánimo elogioso, otras con blanda neutralidad, y otras con
ese tonito lánguido y arrastrado del reproche– en torno a la obra de Guillermo
Fadanelli. Me parece que todos esos calificativos distan de ser precisos. Y
aunque Fadanelli mismo sea en parte responsable de esta apreciación, y el autor
de Hotel DF diga que el narrador y personaje principal de su más
reciente novela es otro “hombre sin ambiciones y carente de temas y opiniones
importantes”, creo que es necesario cuestionarla. No me parece justo medir a un
escritor con base en lo que él mismo ha construido en torno a su obra y su
persona pública –por fortuna, la mayoría de los escritores son más inteligentes
cuando escriben que cuando hablan de lo que escriben.
Tampoco se puede leer a un escritor a la luz
del círculo de lectores e imitadores que su obra ha generado. Se suele decir
que Fadanelli, en vez de lectores, tiene seguidores. No sé quién sea el
responsable de esa ocurrencia tan inteligente y aguda como falsa y reveladora
de nada –salvo de la petitesse de las opinocracias literarias. Lo cierto
es que Fadanelli tiene ya una obra vasta, sólida, en su mayoría muy buena –a
veces deslumbrante, como son los cuentos de Terlenka, a veces buena a
secas, como es el caso de Malacara– que le ha ganado la atención de sus
lectores. Fieles o detractores, serios o grupies imitadores, da lo mismo
–ese no es asunto ni del autor ni mucho menos de su obra.
Mitos y lugares comunes aparte, Fadanelli se
ha convertido con el paso de los años en uno de los exponentes más importantes
de la literatura urbana contemporánea y, de un modo más o menos paradójico, en
una de las voces centrales de la marginalidad que reivindica. Así como “el
Centro verdadero se ubica ahora en la antigua periferia, en Santa Fe y
Cuajimalpa” –como dice uno de sus personajes–, la literatura underground
es ahora el único verdadero mainstream, y (cierta) literatura muy local
es hoy la nueva literatura internacional. Es verdad que la obra entera de
Fadanelli es indisociable del DF, de sus personajes –reales o arquetípicos–, de
sus “ergástulos”, puteros, cantinas y alcantarillas; y también es verdad que
hay un df que es ahora indisociable de este escritor –hay lugares y personas
reales que parecen “una mala broma de Fadanelli”. Es cierto que la altura de la
inteligencia de Fadanelli nos ha dispuesto mirador desde donde observar y
tratar de derivar alguna clase de sentido de esta metrópolis sin límites ni
centro precisos que es la ciudad de México. Pero no podemos seguir leyendo la
obra de este autor desde ese localismo tan arrogante como ingenuo –las dos
cosas suelen ir de la mano– con el que solemos leer a casi todos nuestros
escritores nacionales. El df de Fadanelli está más cerca del París de Genet o
del Manhattan de Dos Passos, que del df de Fadanelli.
No sé si Hotel DF sea la nueva “gran
novela de la ciudad de México”. No sé si pretenda serlo. Lo que sí me parece
claro es que en esta novela, más que en otras suyas, Fadanelli echa mano de dos
tradiciones que confluyen en la ciudad de México y que han contribuido a
configurar su carácter de espacio literario: la tradición extranjera –sobre
todo anglosajona, y sobre todo la beat, pero también la que encabeza
Bolaño como héroe solitario–; y la nacional, cuyo mito fundacional ha cambiado
de nombres pero no de esencia: nueva grandeza, visión de Anáhuac, ciudad más
transparente. La división extranjera-nacional es casi siempre trivial. Pero en
este caso no lo es tanto, porque el autor ha elegido narrar una historia
combinando muy explícitamente los puntos de vista de personajes oriundos y
extranjeros para levantar una visión de Anáhuac contemporánea: una ciudad
cosmopolita, hermosa y monstruosa por partes iguales, vista a través de los
muchos ojos de los personajes de esta novela. La ciudad se mira desde abajo y
la Torre Latinoamericana resulta ser una “vieja jeringa que ha servido para
picarle el culo a Dios”, y “las aspas de los helicópteros cortan el aire y
dejan una miríada de surcos en el silencio del cielo”; o se observa desde lo
alto, y no se ve más que esa “cartografía de azoteas color de rata”.
El planteamiento y la trama de Hotel DF
no son tan atractivos como lo es la mirada del autor y su capacidad de
exprimirle toda la sustancia a lo que observa. Un grupo de personas se reúne
por distintos motivos en el Hotel Isabel –aunque en casi todos los casos, por
ningún motivo en particular. Hay sexo, violencia, drogas. En otras palabras,
nada nuevo bajo el sol de neón de Fadanelli. Lo que sí hay y sí vale la pena
destacar es un narrador –ambicioso, lleno de opiniones, y muy preocupado por
los temas importantes– que oscila con virtuosismo entre la primera persona y la
tercera omnisciente, y gracias a cuyas oscilaciones, desplazamientos, cortes y
aperturas se abre paso una realidad mucho más compleja e interesante que la que
en un principio parece anunciar el libro. ¿Y cuáles con estos temas? Recupero
solo algunos: la indiferencia de los habitantes de una ciudad hacia su entorno,
el abandono absoluto de los viejos, la vacuidad de un mundo donde las personas
ya “no suelen conversar porque no saben, agotan sus temas después de unos
segundos”.
Fadanelli ha explorado y perfeccionado un tipo
muy particular de narrador, que desde hace tiempo se viene repitiendo en
nuestras letras. El tipo de narrador al que me refiero pertenece a esa estirpe
del “hombre enfermo” de las Memorias del subsuelo de Dostoievski o del
“hombre mediocre” del Libro del desasosiego de Pessoa. Fadanelli ha
elegido –y le ha funcionado– narradores en apariencia discretos, pusilánimes,
hombres sin atributos a la merced de sí mismos o de su falta de voluntad. Pero
el resultado de esa elección es lo contrario de lo que anuncia. No hay, en la
obra de Fadanelli, una mirada desinteresada. No hay una sola observación que no
venga cargada de una postura cuidadosamente pensada y construida. En su estilo
socarrón y lapidario se van colocando poco a poco las piedras de una filosofía
moral: “la ingenuidad se paga más caro que los pecados”; “todos los imbéciles
creen guardar un secreto que los hará importantes”; “podía consumir horas
hablando de sí mismo y no decir nada de sí mismo excepto que sí mismo es él”.
Sin sucumbir a las tentaciones de la
pontificación filosófica o antropológica, Hotel DF es un retrato moral
de la época y Fadanelli es, como todos los buenos novelistas, un gran
moralista.
Letras Libres, México, 148, mayo de 2011, pp. 88-89.